La Tierra de Todos | Page 9

Vicente Blasco Ibáñez
él mismo cuando vivía en
Buenos Aires y había de pagar al día siguiente una letra, no teniendo
reunida aún la cantidad necesaria. Fontenoy ofrecía la imagen que se
forma el vulgo de un hombre de dinero, director de importantes
negocios en diversos lugares de la tierra. Todo en su persona parecía
respirar seguridad y convicción de la propia fuerza. Pero á veces, como
si olvidase el presente inmediato, fruncía el ceño, quedando pensativo y
completamente ajeno á cuanto le rodeaba.
--Piensa alguna nueva combinación maravillosa--decía Torrebianca á

su amigo--. Es admirable la cabeza de este hombre.
Pero Robledo, sin saber por qué, se acordaba otra vez de sus
inquietudes y las de tantos otros allá en Buenos Aires, cuando habían
tomado dinero en los Bancos á noventa días vista y era preciso
devolverlo á la mañana siguiente.
Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar
á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el
Metro. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco
que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de
marchar junto á un millonario sudamericano.
Era un protegido de Fontenoy y publicaba un periódico de negocios
inspirado por el banquero. Su acidez de parásito necesitaba
expansionarse, criticando á todos sus protectores apenas se alejaba de
ellos. A los pocos pasos sintió la necesidad de pagar la comida reciente
hablando mal de los dueños de la casa. Sabía que Robledo era
compañero de estudios del marqués.
--Y á su esposa, ¿la conoce usted también hace mucho tiempo?...
El maligno personaje sonrió al enterarse de que Robledo la había visto
por primera vez unas semanas antes.
--¿Rusa?... ¿Cree usted verdaderamente que es rusa?... Eso lo cuenta
ella, así como las otras fábulas de su primer marido, Gran Mariscal de
la corte, y de toda su noble parentela. Son muchos los que creen que no
ha habido jamás tal marido. Yo no me atrevo á decir si es verdad ó
mentira; pero puedo afirmar que en casa de esta gran dama rusa nunca
he visto á ningún personaje de dicho país.
Hizo una pausa como para tomar fuerzas, y añadió con energía:
--A mí me han dicho gentes de allá, indudablemente bien enteradas,
que no es rusa. Eso nadie lo cree. Unos la tienen por rumana y hasta
afirman haberla visto de joven en Bucarest; otros aseguran que nació en
Italia, de padres polacos. ¡Vaya usted á saber!... ¡Si tuviésemos que

averiguar el nacimiento y la historia de todas las personas que
conocemos en París y nos invitan á comer!...
Miró de soslayo á Robledo para apreciar su grado de curiosidad y la
confianza que podía tener en su discreción.
--El marqués es una excelente persona. Usted debe conocerlo bien.
Fontenoy hace justicia á sus méritos y le ha dado un empleo importante
para...
Presintió Robledo que iba á oir algo que le sería imposible aceptar en
silencio, y como en aquel instante pasaba vacío un automóvil de
alquiler, se apresuró á llamar á su conductor. Luego pretextó una
ocupación urgente, recordada de pronto, para despedirse del maligno
parásito.
Siempre que hablaba á solas con Torrebianca, éste hacía desviar la
conversación hacia el asunto principal de sus preocupaciones: el mucho
dinero que se necesita para sostener un buen rango social.
--Tú no sabes lo que cuesta una mujer: los vestidos, las joyas; además,
el invierno en la Costa Azul, el verano en las playas célebres, el otoño
en los balnearios de moda...
Robledo acogía tales lamentaciones con una conmiseración irónica que
acababa por irritar á su amigo.
--Como tú no conoces lo que es el amor--dijo Torrebianca una tarde--,
puedes prescindir de la mujer y permitirte esa serenidad burlona.
El español palideció, perdiendo inmediatamente su sonrisa. «¿Él no
había conocido el amor?» Resucitaron en su memoria, después de esto,
los recuerdos de una juventud que Torrebianca sólo había entrevisto de
un modo confuso. Una novia le había abandonado tal vez, allá en su
país, para casarse con otro. Luego el italiano creyó recordar mejor. La
novia había muerto y Robledo juraba, como en las novelas, no casarse...
Este hombre corpulento, gastrónomo y burlón llevaba en su interior una
tragedia amorosa.

Pero como si Robledo tuviera empeño en evitar que le tomasen por un
personaje romántico, se apresuró á decir escépticamente:
--Yo busco á la mujer cuando me hace falta, y luego continúo solo mi
camino. ¿Para qué complicar mi existencia con una compañía que no
necesito?...
Una noche, al salir los tres de un teatro, Elena mostró deseos de
conocer cierto restorán de Montmartre abierto recientemente. Para sus
amigos era un lugar mágico, á causa de su decoración persa--estilo Mil
y una noches vistas desde Montmartre--y de su iluminación de tubos de
mercurio, que daba un
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