La Tierra de Todos | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
de los ríos y por
fugitivos de Chile ó la Argentina, lanzados á través de las tierras
salvajes para huir de los delitos que dejaban á sus espaldas. Ahora, los
antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que el gobierno
había hecho avanzar desde Buenos Aires para que tomasen posesión
del desierto, se convertían en pueblos, separados unos de otros por
centenares de kilómetros.

Entre dos poblaciones de estas, considerablemente alejadas, era donde
vivía Robledo, transformando su campamento de trabajadores en un
pueblo que tal vez antes de medio siglo llegase á ser una ciudad de
cierta importancia. En América no eran raros prodigios de esta clase.
Le escuchaba Elena con deleite, lo mismo que cuando, en el teatro ó en
el cinematógrafo, sentía despertada su curiosidad por una fábula
interesante.
--Eso es vivir--decía--. Eso es llevar una existencia digna de un
hombre.
Y sus ojos dorados se apartaban de Robledo para mirar con cierta
conmiseración á su esposo, como si viese en él una imagen de todas las
flojedades de la vida muelle y extremadamente civilizada, que
aborrecía en aquellos momentos.
--Además, así es como se gana una gran fortuna. Yo sólo creo que son
hombres los que alcanzan victorias en las guerras ó los capitanes del
dinero que conquistan millones... Aunque mujer, me gustaría vivir esa
existencia enérgica y abundante en peligros.
Robledo, para evitar á su amigo las recriminaciones de un entusiasmo
expresado por ella con cierta agresividad, habló de las miserias que se
sufren lejos de las tierras civilizadas. Entonces la marquesa pareció
sentir menos admiración por la vida de aventuras, confesando al fin que
prefería su existencia en París.
--Pero me hubiera gustado--añadió con voz melancólica--que el hombre
que fuese mi esposo viviera así, conquistando una riqueza enorme.
Vendría á verme todos los años, yo pensaría en él á todas horas, é iría
también alguna vez á compartir durante unos meses su vida salvaje. En
fin, sería una existencia más interesante que la que llevamos en París; y
al final de ella, la riqueza, una verdadera riqueza, inmensa, novelesca,
como rara vez se ve en el viejo mundo.
Se detuvo un instante, para añadir con gravedad, mirando á Robledo:

--Usted parece que da poca importancia á la riqueza, y si la busca es
por satisfacer su deseo de acción, por dar empleo á sus energías. Pero
no sabe lo que es ni lo que representa. Un hombre de su temple tiene
pocas necesidades. Para conocer lo que vale el dinero y lo que puede
dar de sí, se necesita vivir al lado de una mujer.
Volvió á mirar á Torrebianca, y terminó diciendo:
--Por desgracia, los que llevan con ellos á una mujer carecen casi
siempre de esa fuerza que ayuda á realizar sus grandes empresas á los
hombres solitarios.
Después de este almuerzo, durante el cual sólo se habló del poder del
dinero y de aventuras en el Nuevo Mundo, el colonizador frecuentó la
casa, como si perteneciese á la familia de sus dueños.
--Le has sido muy simpático á Elena--decía Torrebianca--. ¡Pero muy
simpático!
Y se mostraba satisfecho, como si esto equivaliese á un triunfo, no
ocultando el disgusto que le habría producido verse obligado á escoger
entre su esposa y su compañero de juventud, en el caso de mutua
antipatía.
Por su parte, Robledo se mostraba indeciso y como desorientado al
pensar en Elena. Cuando estaba en su presencia, le era imposible
resistirse al poder de seducción que parecía emanar de su persona. Ella
le trataba con la confianza del parentesco, como si fuese un hermano de
su marido. Quería ser su iniciadora y maestra en la vida de París,
dándole consejos para que no abusasen de su credulidad de recién
llegado. Le acompañaba para que conociese los lugares más elegantes,
á la hora del té ó por la noche, después de la comida.
La expresión maligna y pueril á un mismo tiempo de sus ojos
imperturbables y el ceceo infantil con que pronunciaba á veces sus
palabras hacían gran efecto en el colonizador.
--Es una niña--se dijo muchas veces--; su marido no se equivoca. Tiene

todas las malicias de las muñecas creadas por la vida moderna, y debe
resultar terriblemente cara... Pero debajo de eso, que no es mas que una
costra exterior, tal vez existe solamente una mentalidad algo simple.
Cuando no la veía y estaba lejos de la influencia de sus ojos, se
mostraba menos optimista, sonriendo con una admiración irónica de la
credulidad de su amigo. ¿Quién era verdaderamente esta mujer, y
dónde había ido Torrebianca á encontrarla?...
Su historia la conocía únicamente por las palabras del esposo. Era
viuda de un alto funcionario de la corte de los Zares; pero la
personalidad del primer marido, con ser tan brillante, resultaba algo
indecisa. Unas veces había sido, según ella, Gran Mariscal de
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