sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamás había sentido la menor
duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrábase orgulloso de avanzar
humildemente detrás de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su
marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era él: sus empleos
generosamente retribuídos, las invitaciones de que se veía objeto, el
agrado con que le recibían en todas partes, lo debía á ser el esposo de
«la bella Elena».
--La verás dentro de poco... porque tú vas á quedarte á almorzar con
nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido
del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo daré hasta
matarte de una indigestión.
Luego abandonó su tono de broma, para decir con voz emocionada:
--No sabes cuánto me alegra que conozcas á mi mujer. Nada te digo de
su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura
no es lo mejor. Aprecio más su carácter casi infantil. Es caprichosa
algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ¿qué mujer
no es así?... Creo que Elena también se alegrará de conocerte... ¡Le he
hablado tantas veces de mi amigo Robledo!...
* * * * *
#II#
La marquesa de Torrebianca encontró «altamente interesante» al amigo
de su esposo.
Había regresado á su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horas
antes por la falta de dinero parecían olvidadas, como si hubiese
encontrado el medio de amansar á su acreedor ó de pagarle.
Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder á
las preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad que
parecían inspirarle todos los episodios de su vida.
Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda.
Tenía por inverosímil que un habitante de América, lo mismo la del
Norte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, como
la mayor parte de los europeos, siéndole necesaria una lenta reflexión
para convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres
como en todas partes.
--Yo soy todavía pobre--continuó Robledo--; pero procuraré terminar
mis días como millonario, aunque solo sea para no desilusionar á las
gentes convencidas que todo el que va á América debe ganar
forzosamente una gran fortuna, dejándola en herencia á sus sobrinos de
Europa.
Esto le llevó á hablar de los trabajos que estaba realizando en la
Patagonia.
Se había cansado de trabajar para los demás, y teniendo por socio á
cierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonización de unos
cuantos miles de hectáreas junto al río Negro. En esta empresa había
arriesgado sus ahorros, los de su compañero, é importantes cantidades
prestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocio
seguro y extraordinariamente remunerador.
Su trabajo era transformar en campos de regadío las tierras yermas é
incultas adquiridas á bajo precio. El gobierno argentino estaba
realizando grandes obras en el río Negro, para captar parte de sus aguas.
Él había intervenido como ingeniero en este trabajo difícil, empezado
años antes. Luego presentó su dimisión para hacerse colonizador,
comprando tierras que iban á quedar en la zona de la irrigación futura.
--Es asunto de algunos años, ó tal vez de algunos meses--añadió--.
Todo consiste en que el río se muestre amable, prestándose á que le
crucen el pecho con un dique, y no se permita una crecida
extraordinaria, una convulsión de las que son frecuentes allá y
destruyen en unas horas todo el trabajo de varios años, obligando á
empezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con gran
economía los canales secundarios y las demás arterias que han de
fecundar nuestras tierras estériles; y el día en que el dique esté
terminado y las aguas lleguen á nuestras tierras...
Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.
--Entonces--continuó--seré un millonario á la americana ¿Quién sabe
hasta dónde puede llegar mi fortuna?... Una legua de tierra regada vale
millones... y yo tengo varias leguas.
La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndose
inquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos de
pupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir:
--¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!... Es posible que
sólo llegue á mí cuando me vea próximo á la muerte, y sean los hijos de
una hermana que tengo en España los que gocen el producto de lo
mucho que he trabajado y rabiado allá.
Le hizo contar Elena cómo era su vida en el desierto patagónico,
inmensa llanura barrida en invierno por huracanes fríos que levantan
columnas de polvo, y sin más habitantes naturales que las bandas de
avestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacar
al hombre solitario.
Al principio la población humana había estado representada por las
bandas de indios que vivaqueaban en las orillas
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