todos sus
retratos... Pero de pronto encontró en los ojos de este hombre algo que
le pertenecía, por haberlo visto mucho en su juventud. Además, su alta
estatura... su sonrisa... su cuerpo vigoroso...
--¡Robledo!--dijo al fin.
Y los dos amigos se abrazaron.
Desapareció el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco
después se vieron sentados y fumando.
Cruzaban miradas afectuosas é interrumpían sus palabras para
estrecharse las manos ó acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.
La curiosidad del marqués, después de tantos años de ausencia, fué más
viva que la del recién llegado.
--¿Vienes por mucho tiempo á París?--preguntó á Robledo.
--Por unos meses nada más.
Después de forzar durante diez años el misterio de los desiertos
americanos, lanzando á través de su virginidad, tan antigua como el
planeta, líneas férreas, caminos y canales, necesitaba «darse un baño de
civilización».
--Vengo--añadió--para ver si los restoranes de París siguen mereciendo
su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han decaído. Sólo aquí
puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace
muchos años.
El marqués rió. ¡Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y
beber en París!... Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntó con
interés:
--¿Eres rico?...
--Siempre pobre--contestó el ingeniero--. Pero como estoy solo en el
mundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacer la
misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses.
Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto,
donde apenas hay gastos.
Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos el
lujoso amueblado de la habitación.
--Tú sí que eres rico, por lo que veo.
La contestación del marqués fué una sonrisa enigmática. Luego, estas
palabras parecieron despertar su tristeza.
--Háblame de tu vida--continuó Robledo--. Tú has recibido noticias
mías; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido
muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los últimos
años he ido de un lugar á otro, sin echar raíces. Algo supe, sin embargo,
de tu vida. Creo que te casaste.
Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:
--Me casé con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte
del zar... La conocí en Londres. La encontré muchas veces en tertulias
aristocráticas y en castillos adonde habíamos sido invitados. Al fin nos
casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante,
pero muy cara.
Calló un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en
Robledo este resumen de su vida. Pero el español permaneció
silencioso, queriendo saber más.
--Como tú llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras
felizmente lo que cuesta vivir de este modo... He tenido que trabajar
mucho para no irme á fondo, ¡y aún así!... Mi pobre madre me ayuda
con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.
Pero Torrebianca pareció arrepentirse del tono quejumbroso con que
hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado
absurdo, le hizo sonreir confiadamente.
--En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso.
El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has oído hablar de él.
Tiene negocios en las cinco partes del mundo.
Movió su cabeza Robledo. No; nunca había oído tal nombre.
--Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias á Fontenoy,
soy director de importantes explotaciones en países lejanos, lo que me
proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese
parecido la riqueza.
Robledo mostró una curiosidad profesional. «¡Explotaciones en países
lejanos!...» El ingeniero quería saber, y acosó á su amigo con preguntas
precisas. Pero Torrebianca empezó á mostrar cierta inquietud en sus
respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una
palidez verdosa, se enrojecía ligeramente.
--Son negocios en Asia y en África: minas de oro... minas de otros
metales... un ferrocarril en China... una Compañía de navegación para
sacar los grandes productos de los arrozales del Tonkín... En realidad
yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltó siempre
el tiempo necesario para hacer el viaje. Además, me es imposible vivir
lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha
visitado todas, y tengo en él una confianza absoluta. Yo no hago en
realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas
competentes que él envía allá, para tranquilidad de los accionistas.
El español no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir
estas palabras.
Su amigo, dándose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la
conversación. Habló de su mujer con cierto orgullo, como si
considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido
á ser su esposa.
Reconocía la gran influencia de seducción que Elena parecía ejercer
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