La Tierra de Todos | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez
había llegado á ver á través de esta alegría ruidosa y
materialista cierto romanticismo que Robledo pretendía ocultar como
algo vergonzoso. Tal vez había dejado en su país los recuerdos de un
amor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama de
su alojamiento, escuchaba á Robledo, que hacía gemir dulcemente su
guitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano país.
Terminados los estudios, se habían dicho adiós con la esperanza de
encontrarse al año siguiente; pero no se vieron más. Torrebianca
permaneció en Europa, y Robledo llevaba muchos años vagando por la
América del Sur, siempre como ingeniero, pero plegándose á las más
extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en él, por ser

español, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.
De tarde en tarde escribía alguna carta, hablando del pasado más que
del presente; pero á pesar de esta discreción, Torrebianca tenía la vaga
idea de que su amigo había llegado á ser general en una pequeña
República de la América del Centro.
Su última carta era de dos años antes. Trabajaba entonces en la
República Argentina, hastiado ya de aventuras en países de continuo
sacudimiento revolucionario. Se limitaba á ser ingeniero, y servía unas
veces al gobierno y otras á empresas particulares, construyendo canales
y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilización á
través del desierto le hacía soportar alegremente las privaciones de esta
existencia dura.
Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo,
en el que aparecía á caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el
cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con
banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba á
sentir las huellas de la civilización material.
Cuando recibió este retrato, debía tener Robledo treinta y siete años: la
misma edad que él. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto,
á juzgar por la fotografía, era mejor que el de Torrebianca. La vida de
aventuras en lejanos países no le había envejecido. Parecía más
corpulento aún que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegría
serena de un perfecto equilibrio físico.
Torrebianca, de estatura mediana, más bien bajo que alto, y enjuto de
carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias á sus aficiones
deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que había sido
siempre la más predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba
una vejez prematura. Abundaban en él las arrugas; los ojos tenían en su
vértice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran
blancos, contrastándose con el vértice, que continuaba siendo negro.
Las comisuras de la boca caían desalentadas bajo el bigote recortado,
con una mueca que parecía revelar el debilitamiento de la voluntad.

Esta diferencia física entre él y Robledo le hacía considerar á su
camarada como un protector, capaz de seguir guiándole lo mismo que
en su juventud.
Al surgir en su memoria esta mañana la imagen del español, pensó,
como siempre: «¡Si le tuviese aquí!... Sabría infundirme su energía de
hombre verdaderamente fuerte.»
Quedó meditabundo, y algunos minutos después levantó la cabeza,
dándose cuenta de que su ayuda de cámara había entrado en la
habitación.
Se esforzó por ocultar su inquietud al enterarse de que un señor deseaba
verle y no había querido dar su nombre. Era tal vez algún acreedor de
su esposa, que se valía de este medio para llegar hasta él.
--Parece extranjero--siguió diciendo el criado--, y afirma que es de la
familia del señor marqués.
Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir
inmediatamente por considerarlo disparatado. ¿No sería este
desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una
oportunidad inverosímil, como esos personajes de las comedias que
aparecen en el momento preciso?... Pero era absurdo que Robledo,
habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto á dejarse ver como
un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece
casualidades de tal especie. Esto sólo se ve en el teatro y en los libros.
Indicó con un gesto enérgico su voluntad de no recibir al desconocido;
pero en el mismo instante se levantó el cortinaje de la puerta, entrando
alguien con un aplomo que escandalizó al ayuda de cámara.
Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se había metido
audazmente en la pieza más próxima.
Se indignó el marqués ante tal irrupción; y como era de carácter
fácilmente agresivo, avanzó hacia él con aire amenazador. Pero el
hombre, que reía de su propio atrevimiento, al ver á Torrebianca

levantó los brazos, gritando:
--Apuesto á que no me conoces... ¿Quién soy?
Le miró fijamente el marqués y no pudo reconocerlo. Después sus ojos
fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicción.
Tenía la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del frío.
Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparecía con barba en
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