casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas
todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos.
Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se
apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra
de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la
vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba
al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el
horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla
que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el
mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que
surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un jirón
de la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul
blanquecino.
Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor
abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de
colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro
de la tierra constantemente removida y bien regada.
Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos.
¿Quién era el osado?
--¿Será Chiripa?--preguntó Celedonio entre airado y temeroso.
--No; es un carca, ¿no oyes el manteo?
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor
silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo
apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de
aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió
escalofríos. Pensó:
«¿Vendrá a pegarnos?».
No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado a
recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para
él don Fermín era un personaje de los más empingorotados, se le
figuraba Bismarck usando y abusando de la autoridad de repartir
cachetes. No discutía la legitimidad de esta prerrogativa, no hacía más
que huir de los grandes de la tierra, entre los que figuraban los
sacristanes y los polizontes. Se avenía a esta ley, cuyos efectos
procuraba evitar. Si él hubiera sido señor, alcalde, canónigo, fontanero,
guarda del Jardín Botánico, empleado en casillas, sereno, algo grande,
en suma, hubiera hecho lo mismo ¡dar cada puntapié! No era más que
Bismarck, un delantero, y sabía su oficio, huir de los mainates de
Vetusta.
Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar
el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no
tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba,
encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.
Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas
tardes al señor Magistral subir a la torre antes o después de coro.
¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto preguntaban los
ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero
callaba y sonreía complaciéndose en el pavor de su amigo.
El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde
actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión oficial.
Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su
cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de
un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones
eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo,
imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.
Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada,
como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los
ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral
pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los
aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresión de humildad
beatífica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
Así como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de
contornos turgentes las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin
órdenes se podía adivinar futura y próxima perversión de instintos
naturales provocada ya por aberraciones de una educación torcida.
Cuando quería imitar, bajo la sotana manchada de cera, los
acompasados y ondulantes movimientos de don Anacleto, familiar del
Obispo--creyendo manifestar así su vocación--, Celedonio se movía y
gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo
había notado el Palomo, empleado laico de la Catedral, perrero, según
mal nombre de su oficio. Pero no se había atrevido a comunicar sus
aprensiones a ningún superior, obedeciendo a un criterio, merced al
cual había desempeñado treinta años seguidos con dignidad y prestigio
sus funciones complejas de aseo y vigilancia.
En presencia del Magistral, Celedonio había cruzado los brazos e
inclinado la cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don
Fermín
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