La Regenta | Page 9

Leopoldo Alas
que allá abajo en la calle de la Rúa parecía un escarabajo ¡qué
grande se mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los
aterrados ojos de su compañero! Celedonio apenas le llegaba a la
cintura al canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa de pliegues
escultóricos, rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de rico
castor delgado, y sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de
muchos pliegues y vuelos.
Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo más que los bajos
y los admiraba. ¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha! Los pies

parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de
Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía
hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el
color de la media.
Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le
hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la
presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente,
con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada
en los labios. Tenía razón el delantero. De Pas no se pintaba. Más bien
parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco.
En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y
expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado
que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era
pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que
brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se
pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el
hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el
orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral,
verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la
suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud
pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa
desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella
mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero
cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con
el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes,
como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección
ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se
inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era
la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego,
porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba.
Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir
comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez,
aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por
entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino
expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia
frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios

guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia.
La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado de aquel tesoro.
La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy
recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios
músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades
del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor jugador de
bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más apuesto
azotacalles de Vetusta.
Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio
doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano
derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si
fuera la de aristocrática señora. Celedonio contestó con una
genuflexión como las de ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un
bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que
el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y
luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un
cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante
como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y
hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel
disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El
acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al
Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un
monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores
casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un
fusil, se
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