venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes
calidades y privilegios.
Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según
en Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le
llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de
iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en
propiedad, el ilustre diplomático de la tralla disfrutaba algunos días la
honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta,
convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el
badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando
posaba para la hora del coro--así se decía--Bismarck sentía en sí algo
de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.
Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba
asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el
colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre algún
raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de un
ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les
inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.
--¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo!--dijo el monaguillo,
casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a
la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.
--¡Qué ha de poder!--respondió Bismarck, que en el campanario
adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a
viva fuerza las llaves para subir a tocar las _oraciones_--. Tú pués más
que toos los delanteros, menos yo.
--Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande.... Mia,
chico, ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?
--¿Le conoces tú desde ahí?
--Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No
ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se
me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el
campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don
Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después,
cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien
se te conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara.
Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si
Bismarck fuera canónigo y dinidad (creía que lo era el Magistral) en
vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas, se daría
más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, el de verdad,
vamos don Pedro... ¡ay Dios! entonces no se hablaba más que con el
Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.
--Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que
en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la
gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no,
ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el
criao de toos los criaos.
--Eso será de boquirris--replicó Bismarck--. ¡Mia tú el Papa, que manda
más que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en
su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un
tiro de carcas (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando
las moscas con un paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si
sabré yo!
Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia
primitiva; Bismarck estaba por todos los esplendores del culto.
Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El
de la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa en
bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les
llamó al orden.
--¡El Laudes!--gritó Celedonio--, toca, que avisan.
Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del
formidable badajo.
Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía
alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos
leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de
la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra
vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos,
con cien matices.
Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca
y vigorosa con las últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos,
robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían
sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales
con tonos obscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta
verdura. Las
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