intenté decir entonces, tributando al
compañero y amigo el debido homenaje, lo digo ahora, seguro de que
en esta manifestación tardía el tiempo avalora y aquilata mi sinceridad.
Pero no entraré en el estudio integral del carácter literario de _Clarín_,
como creador de obras tan bellas en distintos órdenes del arte y como
infatigable luchador en el terreno crítico. Su obra es grande y rica, y el
que esto escribe no acertaría a encerrarla en una clara síntesis, por
mucho empeño que en ello pusiera. Otros lo harán con el método y
serenidad convenientes cuando llegue la ocasión de ofrecer al ilustre
hijo de Asturias la consagración solemne, oficial en cierto modo, de su
extraordinario ingenio, consagración que cuanto más tardía será más
justa y necesaria. Como un Armando Palacio, está la literatura oficial
en apremiante deuda con Leopoldo Alas. Esperando la reparación, toda
España y las regiones de América que son nuestras por la lengua y la
literatura, le tienen por personalidad de inmenso relieve y valía en el
grupo final del siglo que se fue y de este que ahora empezamos, grupo
de hombres de estudio, de hombres de paciencia y de hombres de
inspiración, por el cual tiende nuestra raza a sacudir su pesimismo,
diciendo: «No son los tiempos tan malos ni el terruño tan estéril como
afirman los de fuera y más aún los de dentro de casa. Quizás no demos
todo el fruto conveniente; pero flores ya hay; y viéndolas y
admirándolas, aunque el fruto no responda a nuestras esperanzas,
obligados nos sentimos todos a conservar y cuidar el árbol».
B. Pérez Galdós Madrid, enero de 1901.
Tomo I
--I--
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso,
empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el
Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en
arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y
persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire
envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas
migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón,
parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo
sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los
cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel
mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y
arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la
digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre
sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que
retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La
torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de
dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis,
aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado
por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares
exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba
contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al
cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más
flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan
demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual
grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía
como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo
gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de
músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la
altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de
juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada,
una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre
esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la
torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien,
destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con
estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de
una enorme botella de champaña.--Mejor era contemplarla en clara
noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que
parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma
gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus
pies.
Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los
de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al
badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a
los muy
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