La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 8

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
imaginables, un crecido número
de gatos. Yo hubiera jurado que había un centenar de esos animales
alrededor nuestro. Torné a salir al corredor con la seguridad de ver sus
ojos fosforescentes entre las sombras de la arcada; pero nada se veía.
Arreció el horrible desconcierto; oí algo se desplomaba, y al volver la
mirada, ví que Paulino, hincado de rodillas en medio de la estancia, con
los brazos en cruz, y el mayor terror dibujado en su rostro, exclamaba
con pavor:
--¡Virgen Santísima! ¡El amo viejo, el amo viejo!
Hay sucesos en la vida, que cuando se recuerdan pasados los años y
con espíritu sereno sólo presentan un aspecto risible. Pero yo jamás
olvidaré que aquella noche, al oír el estertor de un hombre invisible, el
horrible maullar de cien felinos y los acentos de terror de un pobre
indio, la sangre se heló dentro de mis venas, erizáronse mis cabellos, se
estremeció todo mi cuerpo, y--lo confieso--!tuve miedo!
Salí de la estancia precipitadamente, seguido de Paulino, y tropezando
con andamios y botes de pintura, fuimos a dar hasta la alcoba en donde
Antonio dormía tranquilo.
--¡Antonio, por Dios! exclamé. ¡Este lugar está embrujado!
--¿Qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Pero, hombre!, añadió Antonio, al
encender la bujía y ver la expresión de nuestros rostros. ¿Qué tenéis?
¿Estáis locos?
--Poco menos, te aseguro.
Y le referí atropelladamente lo que acabábamos de oír.
--¡Vamos, hombre! ¡No puede ser! Estáis soñando. Vamos allá, y verás
como no hay nada.

--¡No! ¡No vayamos!
--Sí, dijo resueltamente, y emprendimos la marcha, él por delante. Al
llegar a mi dormitorio y penetrar en él, reinaba el mayor silencio.
--¿Lo ves? dijo mi amigo. Pero en ese instante se desató de nuevo el
maullar horrible y Paulino sólo pudo exclamar, con acento de terror:
--Niño, ¡es el amo viejo!
--¡Vamos, vámonos de aquí!
Y abandonamos aquel pavoroso recinto.
El resto de la noche lo pasamos Antonio y yo sin proferir palabra, en
sendas butacas de su alcoba, fumando cigarrillos y embargadas nuestras
mentes con mil conjeturas, hasta que por la abierta ventana vimos
desvanecerse las estrellas y dibujarse en el cielo la claridad de la
ansiada aurora.
Como debe suponerse, con la luz del día aumentaron mis deseos de
aclarar el extraño suceso, y asedié a mi amigo con mil preguntas, a las
que él se excusaba de contestar, diciendo que todo era también un
misterio para él. Pero a pesar de ello, me convencí de que algo sabía
que no quería comunicarme, y tanto le insté, que, al fin, requirió del
Administrador unas vetustas llaves, y dijo lacónicamente:
--Sígueme.
Atravesamos todo el corredor, risueño con la luz matinal y el perfume
de las plantas que allí había; bajamos escaleras, recorrimos pasillos, y,
por fin, Antonio abrió una pequeña puerta, que, al girar en sus goznes,
dejó escapar un fuerte olor a papel y badana viejos. En seguida
comprendí que era el archivo de la casa. En efecto, hallábase aquella
abovedada cámara repleta de legajos, infolios y libros, hacinados en
varios estantes y cuidadosamente ordenados, según podía colegirse por
los claros números y letreros que cada uno ostentaba. Detúvose un
instante, y recorrió con la vista aquel vetusto arsenal de papel y

pergamino. Extendió el brazo, y bajó de su sitio un legajo de no
grandes dimensiones; lo desató cuidadosamente y repasó los
expedientes que contenía, hasta dar con un edicto del Santo Oficio,
escrito en recio papel de Génova y encabezado con la consabida
fórmula de «Nos los Inquisidores de la Fe contra la herética bravedad
etc». Algún tiempo tardé en descifrar su contenido, sacando en
conclusión, que el 15 de Agosto del año de 1614, fué denunciado como
brujo, ante el Santo Oficio de la Inquisición, el Señor don Joaquín de
Herrera Goya, dueño de la «Hacienda de Moler azúcar de San
Francisco Xavier, Obispado de la Puebla de los Angeles». El temido
tribunal citaba a dicho señor a comparecer ante él, por tan horrible
cargo, y, en caso de hallarse culpable, sufrir la pena consiguiente.
--¡Mal lo pasaría Herrera Goya en el Santo Oficio! exclamé, al terminar
la lectura del documento.
--No compareció, dijo Antonio. El día en que recibió este edicto,
murió.
--¡Cómo! ¿De qué manera?
--Yo creo que murió de viejo,--tenía ochenta años,--o del susto de
hallarse en tan apurado trance; aunque te diré, puesto que todo quieres
saberlo, que hay quien dice que su muerte fué trágica. Este Herrera
Goya, según parece, era un ente raro, sobre todo para su época. Solía
hacer experimentos con yerbas, coleccionaba insectos, y tenía hasta
medio centenar de gatos, que lo seguían por todos lados.
No dejó de causarme desagradable sorpresa este extremo, que relacioné
en seguida con el misterio que deseábamos aclarar.
--Comprendo tu sobresalto, continuó Antonio. Y has de saber que,
según la tradición entre la
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