La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 7

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
el eco de la tos, haciéndola oírse como si fuese
en la puerta misma de mi alcoba.
A la mañana siguiente, relatado el desagradable incidente que
interrumpió mi sueño, quiso Antonio averiguar quién fuera el velador

que había pasado tan mala noche en la galería; pero el Administrador
contestó rotundamente que nadie, pues en aquella época de completa
tranquilidad era innecesaria la presencia de semejante sirviente. Y a las
reiteradas instancias de que alguien tenía que haber sido, la
contestación, después de ser interrogados todos los dependientes y
criados, fué siempre la misma.
Sin darle más importancia al asunto, pues en realidad poco tenía,
emprendimos la visita del vasto edificio, remedo de fortaleza, convento
y casa de campo, todo en uno, que databa del siglo XVI; la magnífica
iglesia, cuya torre y cúpula reverberaban en sus azulejos los rayos del
sol tropical; y la casa de calderas, o ingenio propiamente dicho, enorme
edificio completamente moderno y, para mí, ayuno de interés. Al
recorrer la azotea de la casa, Antonio hizo la presentación del curioso
personaje que la víspera llamara mi atención. ¡Era una estatua de piedra!
Y no pude menos que echarme a reír al verla: esculpida con la mayor
rudeza, representaba a un individuo de anguloso y desproporcionado
aspecto, sentado al borde de la azotea, con las piernas cruzadas, más
abajo de las rodillas, y con las manos en actitud de batir palmas. Para
que nada faltase a esta obra de arte, hallábase embadurnada, desde la
punta del exagerado sombrero hasta los pies, de un brillante color de
rosa.
--Aquí tienes, dijo Antonio, a la persona que prometí presentarte. Como
ves, es una obra de arte. Se llama Herrera Goya. Para que no te rías de
un miembro de la familia, te contaré que Don Joaquín de Herrera Goya
fué antepasado mío, aunque no en línea recta, pues murió soltero; su
hermana, mi cuarta abuela, heredó de él esta hacienda y no sé si a ella
se deba tan hermosa estatua. Es costumbre pintarla cada año; así como
hoy la ves color de rosa, ha estado pintada de celeste, amarillo, verde,
de todo menos de negro, pues hay aquí la creencia,--cosas de los
indios,--que si llegara a pintarse de ese color, ocurriría alguna desgracia.
La postura de sus manos indica, no que va a aplaudir, sino que la
distancia que con ellos mide es el tamaño de los panes de azúcar que en
su hacienda se fabricaban y que llenaron sus bolsillos de doblones. La
tradición no cuenta cosas muy halagadoras para este señor; te las
referiré algún día.

No dejó de caerme en gracia el ridículo personaje, y al bajar al patio y
verlo desde allí, noté que se hallaba emplazado sobre el corredor,
precisamente encima del sitio en donde a aquel daba acceso a la
puerta-ventana de mi dormitorio.
La huerta de la finca, extensa y feraz, llamó mi atención por su aspecto
oriental, debido en gran parte, a una alberca con surtidor que en ella
había. A mi observación contestó Antonio:
--Sí. Mi madre la llama «El Jardín de la Sultana». No te sientes ahí,
agregó al ver que me disponía a hacerlo sobre un ancho banco, o poyo
de piedra, cercano. Aquí estarás más cómodo.
Y al borde mismo del estanque permanecimos algún tiempo,
escuchando el suave rumor del agua.
No viene al caso referir nuestra vida en aquella finca durante la semana
que en ella pasamos; sólo diré que durante seis noches, y
aproximadamente a la misma hora, se repitió el incidente de la primera,
cosa que nos intrigó de tal modo, que nos propusimos descubrir al
nocturno asmático. Juzgó Antonio lo más acertado ordenar a un tal
Paulino, muy adicto suyo y hombre de toda confianza, que pasara la
noche en mi estancia, en el umbral mismo de la puerta-ventana, para
ayudar a aclarar el molesto, si bien un tanto ridículo misterio.
Era la última noche que íbamos a pasar en San Javier, puesto que
debíamos regresar a México el día siguiente, y me metí en cama con
ánimo de descansar, indiferente al suceso que tan repetidas veces había
turbado mi sueño.
La tos, esa noche, me pareció más fuerte y rebelde que en las anteriores.
Al saltar del lecho, ví con satisfacción que Paulino también la oía, pues
estaba sentado sobre su estera, con asombro dibujado en sus facciones.
Salimos los dos y recorrimos la galería, sin encontrar persona alguna, y
con el extraño caso de que el hombre que tosía parecía seguirnos
durante todo el trayecto.
Cansados de buscar, regresamos a la estancia, y al traspasar el umbral,

la tos que el misterioso personaje padecía, aumentó de tal manera que
oímos claramente que se ahogaba; esa horrible tos degeneró en
ronquido, en estertor, y repentinamente se oyeron maullar, chillar
horriblemente, en todas las disonancias
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