La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 9

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
gente de esta hacienda, Herrera Goya,--el
Amo Viejo, como le llaman,--maltrataba sobremanera a su extraño
séquito; es más, lo martirizaba a cada momento. Y aseguran que,
cuando murió, fué porque todos sus gatos se le echaron encima,
clavándole las uñas en el cuello, y desgarrándole la garganta en girones,
hasta dejarlo, después de horribles sufrimientos, exánime en un charco

de su propia sangre.
Refirióme luego cómo el Santo Oficio de la Inquisición prohibió que se
enterrase a Herrera en lugar sagrado y cómo fué inhumado el
sangriento cadáver en la huerta, en donde marcaba su sepultura lo que
yo había confundido con un asiento.
En la tarde de ese día emprendimos el regreso a México, y durante todo
el trayecto, no pude distraer de mi mente el suceso que tanto me había
impresionado. Al llegar a la ciudad, mandé decir misas por el alma de
aquel «amo viejo», a quien se le negó cristiana sepultura, aunque la
halló poética, cobijada por manglares y palmeras, cerca del surtidor del
«Jardín de la Sultana».
Pasaron algunos meses. Un día me dijo Antonio:
--¿Sabes que he escrito a San Javier, ordenando que este año se pinte a
Herrera Goya de negro?
--¡Hombre, no hagas eso! Ten prudencia.
--¡Hola! ¿Eres supersticioso?
Tres días después, la sociedad de México quedó consternada, al saber
que las hordas rebeldes habían entrado a saco en la hacienda principal
de los Hernández Sandoval, que habían prendido fuego a su ingenio, y
volado con dinamita el vetusto edificio.
San Javier ya no era más que un enorme montón de escombros.

EL COFRE
A JESUS REYES FERREIRA

Las trémulas llamaradas, que el fuego de la chimenea despedía, hacían
oscilar fantásticamente, sobre las paredes del aposento, la sombra del

viejo don Alejandro. Arrebujado éste en un sillón, al lado del ancho
hogar, procuraba calentar su cuerpo, entumecido, no tanto por el mal
tiempo que a la sazón hacía, cuanto por los años y penas que sobre él
pesaban. Pero, a pesar de su proximidad al fuego, sentía frío.
¡Cuántas noches pasara largas horas en el mismo sitio, fija la mirada en
la rojiza lumbre! A veces, los encendidos leños asumían formas que su
imaginación trocaba en personas y sucedidos reales, y de esa manera
convertía aquel hogar en escenario, en el cual se representaba a menudo
el tétrico drama de su vida.
El primer acto, por decirlo así, era de escaso interés. Después de sus
primeros años, pasados al lado de su madre, veía su vida de colegio,
vida triste y sin amigos, que tanto influyó sobre su carácter, haciéndolo
huraño y retraído.
Empezaba el segundo acto con un cuadro pavoroso. Sobre el lecho de
muerte yacía su madre, el único ser de él querido, y al lado, de pie,
contemplábala un hombre severo, casi repugnante: su padre.
Sucedíanse los demás actos del drama con toda fidelidad. Don
Alejandro recorría las principales capitales del mundo, en busca de
distracción; pero todos huían de él, como si fuese un ser infecto: con lo
cual se agriaba su carácter más y más. Cuando volvía a su casa,
encontraba que su padre se moría. Sin sentir dolor alguno, veía cómo se
apagaba la existencia del autor de sus días. El médico indicaba que no
había más recurso... Llegaba el sacerdote, pero el moribundo sólo
lograba enunciar, con gran dificultad, las palabras:
--¡El cofre...!
El salón en que se hallaba don Alejandro guardaba muchas obras de
arte y objetos antiguos. Entre ellos, en un rincón del aposento, se
hallaba un gran cofre de hierro, cubierto, casi en su totalidad, con
clavos y remaches de bronce. Este era, sin duda alguna, el cofre al cual
el moribundo había querido referirse, pero la llave no había podido
encontrarse y el secreto, si secreto había en él, permanecía ignorado.

Por milésima vez, don Alejandro dirigió la mirada hacia el ángulo de la
estancia, y se extremeció al ver que el cofre se hallaba abierto. La
pesada tapa descansaba contra el muro, dejando ver el vetusto y
complicado mecanismo de su cerradura.
Mucho tiempo permaneció el anciano sin poder apartar de aquel sitio
los espantados ojos. Por fin, haciendo un supremo esfuerzo, abandonó
su sitial al lado de la chimenea, y con una sensación de espanto, se
dirigió hacia el cofre. Al principio nada pudo distinguir en el interior,
pero pocos momentos después, vió un rectángulo amarillento que yacía
en el fondo. Hincóse de rodillas y con mano trémula extrajo aquel
objeto. Era un sobre, manchado por el transcurso del tiempo, sin rótulo
de ninguna especie.
Repentino y formidable estrépito hízole volver el rostro amedrentado, y
vió que la tapa del cofre había caido en su sitio, cerrándolo de nuevo.
Volvió al lado del hogar, para leer el contenido del sobre: pero sus
manos estaban de tal manera temblorosas, que no
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