La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 6

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
en el centro del país; de manera que,
en cuanto se ofreció la oportunidad de acompañar al hijo de la casa,
Antonio, pudiendo desprenderme de mis no múltiples, pero sí
imprescindibles quehaceres, la aproveché gustoso para ir en tan grata
compañía a recorrer la finca principal de su casa, célebre por su riqueza
y encantos naturales.
Salimos de México en la noche de un diez de agosto, y llegamos en la
madrugada a la histórica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo el
día siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto por el
excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quitó toda gana de
admirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama.
Cansados y agobiados por la alta temperatura, llegamos a las primeras
horas de la noche a una pequeña estación, de cuyo nombre indígena no

quiero acordarme, y en donde nos esperaba el Administrador de la
hacienda y varios mozos, con sendas caballerías. Emprendimos desde
luego la caminata, y, ya fuera porque la noche en el campo se hallaba
relativamente fresca, comparada con las molestias del ferrocarril, o
porque veía yo próximo el fin de la jornada, el trayecto me pareció
corto. A poco de abandonar la estación, ví dibujarse en las sombras de
la noche la silueta de la enorme mole que constituía la famosa hacienda
de San Javier. Y esta silueta, borrosa al principio, fué definiéndose
rápidamente, permitiendo darme cuenta, primeramente, de la alta
chimenea del ingenio, después, de la gallarda torre y esbelta cúpula de
su iglesia, de las troneras de las azoteas y, en fin, de todos los
principales detalles del edificio.
Poco o nada habíamos hablado, y suponiendo que Antonio me
enseñaría al día siguiente todos los pormenores de la hacienda, me
abstuve de hacer preguntas; pero, al entrar en el enorme patio, o más
bien plaza, que había delante del edificio, me sorprendió de tal manera
la extraña silueta de un hombre sobre el pretil de la azotea, que no pude
menos que exclamar:
--¿Quién es ese individuo que espera tu llegada en tan estrambótica
postura?
Porque hay que advertir que estaba sentado sobre el pretil (con riesgo
inminente de caerse), y cubierto con el más exagerado sombrero de alta
copa.
Antonio se rió y solamente dijo:
--¡Ah! Mañana te lo presentaré.
Nos apeamos de nuestras caballerías en un amplio portal, y después de
las presentaciones del tenedor de libros y otros dependientes de la
hacienda, en el "purgar", o sea oficina principal, subimos a tomar una
ligerísima cena, para arrojarnos en seguida en los codiciados brazos de
Morfeo.
Una pequeña contrariedad se dibujó en el rostro de mi amigo, al

informarle el administrador que la mayor parte de las estancias de la
casa estaban en vías de reparaciones y de ser pintadas, por lo tanto, sólo
había disponibles para dormir en ellas, dos habitaciones, una pequeña,
y otra, al contrario, amplísima. Inútil me parece decir que ésta me fué
cedida por mi amigo, y al penetrar en ella, grata fué mi sorpresa al
encontrarla muy fresca, y ver que la cama se hallaba colocada al lado
de una puerta-ventana que comunicaba con el corredor o galería abierta,
que abarcaba todo el frente y un costado del piso superior de la casa.
Medía este corredor unos cuatro metros de anchura por otros tantos de
elevación, estaba abovedado, y por los amplios arcos se esbozaba el
encantador paisaje, que en las sombras de la noche, poseía una dulzura
y serenidad poco comunes, perfumado el ambiente con las diversas
plantas de aquellos climas.
A pesar del cansancio que sentía, permanecí no corto espacio de tiempo
en la soledad de aquella galería, perdido en mis pensamientos, y con un
leve zumbar de oídos, oía el silencio, que sólo interrumpía, de vez en
cuando, el ladrar de un perro en el «real» no lejano.
Por fin me metí entre sábanas, dejando la ventana abierta, y en seguida
quedé dormido.
No supe cuánto tiempo lo estuviera, cuando me despertó el fuerte toser
de una persona. Esta parecía hallarse en el corredor, a pocos pasos de
mí, y deduje en seguida que era el «velador», que en toda hacienda
suele rondar de noche. Como la tos no cedía, sino, al contrario,
agravábase de tal manera, que el pobre hombre parecía correr riesgo de
ahogarse, salté del lecho para prestarle ayuda; pero ¿cuál no sería mi
sorpresa, cuando salí a la galería, de hallar que no sólo cesó la tos, sino
que el velador o lo que fuera, no se encontraba allí! Torné a acostarme,
y a los pocos momentos, se repitió el suceso con idénticos resultados, y
dos y tres veces más, hasta que llegué a suponer que el hombre se
hallaría en algún apartado rincón del corredor, el cual, por ser
abovedado, transmitiría
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