fin, siguiendo el consejo de no recuerdo qué
médico famoso, determiné que varios de los doctores más eminentes de
la ciudad se reunieran en consulta, y después de dos horas del más
penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi mal era incurable
y degeneraría en locura; el tumor que se habia formado en mi cerebro
era inoperable y la muerte se aproximaba, aunque lentamente.
Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas
veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la
vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como
debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de
encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no sé qué impulso
hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre la puerta de una
sucia habitación. Leí el letrero: "Dr. Idiáquez, homeópata", y casi sin
pensar en lo que hacía, penetré en la casa y subí la destartalada
escalera.
El Dr. Idiáquez era un hombre vulgar y demacrado, y su consultorio
una guardilla sucia y miserable. Ambos me recordaron, enseguida, la
escena del boticario en «Romeo y Julieta».
Expuse mi mal y la opinión de los facultativos a quienes consultara, y
el Dr. Idiáquez me escuchó con la mayor atención.
--La enfermedad de usted, me dijo al fin, es extraña, indudablemente, y
proviene en efecto de un tumor que se ha formado en su cerebro; pero
no sólo no es incurable, sino que puedo librarlo de ella en tres días.
--¡Cómo! exclamé, no queriendo creer lo que escuchaba.
--Sencillamente, respondió con mucha calma. Aquí tiene usted estos
glóbulos que tomará usted cada tres horas: tres del frasco marcado A. y
cuatro del marcado B., alternativamente. Hoy es lunes; el viernes
próximo vendrá usted a verme, ya curado.
Pagué su modesto honorario, y bajé la escalera rápidamente, como si
volara en alas de la esperanza. La tarde estaba tibia y perfumada, y la
puesta del sol parecía un incendio en los montes lejanos.
Aquella noche, por primera vez, me abandonaron mis sufrimientos,
pero los bellos sueños también huyeron, y fuí atormentado por
horribles pesadillas. Estas aumentaron a tal grado en las dos noches
siguientes, que puedo asegurar que ni el Dante pudiera imaginárselas en
lo más profundo del Averno.
Por fin llegó el ansiado viernes, y efectivamente, libre de todo
sufrimiento físico y moral, subí la destartalada escalera que conducía al
consultorio del Dr. Idiáquez. Este me recibió afablemente, y me
aseguró que mi curación era definitiva. Ese día compré un busto de
Hahnmann y lo coloqué en lugar prominente de mi biblioteca.
Inútil me parece decir que la noticia de mi rápida curación se extendió
por todo el país, y el nombre del Dr. Idiáquez en seguida se hizo
célebre. De allí en adelante, efectuó las más sorprendentes curaciones,
y al cabo de poco tiempo, reunió una fortuna considerable. Lo que más
intrigaba a sus pacientes era que jamás recetaba, sino que él mismo
proporcionaba las medicinas, marcándolas generalmente con letras,
aunque a veces también con números.
Naturalmente, contraje con él vínculos de estrecha amistad y lo visitaba
a menudo en su nueva y lujosa casa. Un día me atreví a decirle:
--Doctor, hace mucho tiempo que he querido hacerle una pregunta.
--¿Cuál es?
--¿De qué se componían los glóbulos que me proporcionaron mi
maravillosa curación?
--Amigo mío, ese es mi secreto; pero puesto que a usted le debo mi
fortuna, se lo diré, si me promete, si me jura, no decirlo mientras yo
viva. En cuanto muera, queda usted en libertad para proclamarlo a los
cuatro vientos.
Hice la promesa requerida, y con una sonrisa muy triste,--nunca he
visto en la cara de un hombre una sonrisa más triste,--dijo el Dr.
Idiáquez lentamente:
--Los glóbulos marcados "A" se componían de agua y azúcar; los
marcados "B" de azúcar y agua.
EL AMO VIEJO
A LUIS GARCIA PIMENTEL
La familia Hernández de Sandoval, opulenta hace diez años y hoy casi
en la miseria, era una de las más respetables de la ciudad de México.
Como base principal de su fortuna figuraban las extensas haciendas que
poseía, desde los tiempos de la conquista, en el hoy denominado Estado
de Morelos, comarca fertilísima, en donde se cultiva con preferencia la
caña de azúcar. Conservan muchas de las haciendas mexicanas el
carácter de fortalezas que supieron darles sus primeros poseedores,
mientras que otras, que no se distinguen por su arquitectura, abundan,
en cambio, en bellezas naturales; todo lo cual hace que una visita a una
de estas fincas no carezca, generalmente, de interés.
A pesar de la estrecha amistad que unía a los Hernández de Sandoval
con mi familia, desde largos años, no había yo tenido ocasión de visitar
ninguna de sus haciendas, aunque ellos sí habían pasado largas
temporadas en la nuestra, situada

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