La Puerta de Bronce y Otros Cuentos | Page 4

Marquís de San Francisco Manuel Romero de Terreros
papel de recomendación?
El Padre Hurtado tomó una cuartilla, la partió cuidadosamente en dos,
guardando una mitad para uso futuro, y trazó en el papel breves
renglones. La metió dentro de un sobre, lo cerró y dirigió, y lo entregó
a Juan González.
Despidióse éste, y al abrir la puerta para marcharse, lo detuvo el Padre
Hurtado diciéndole:
--Espere un momento, hermano.
Abandonó su escritorio, mojó dos dedos en una pila de agua bendita
que colgaba en la pared, y tocó con ellos la mano del obrero, diciéndole

cariñosamente;
--¡Vaya con Dios!
El Rector de Carrión de la Vega abrió cuidadosamente el sobre que
acababa de entregarle el portero, y extrajo la misiva del Padre Hurtado;
la leyó, y sin alzar la cabeza, miró al Hermano por encima de sus
espejuelos.
--No entiendo esto, dijo. ¿Quién ha traído este papel?
--Un hombre a quien no conozco. Parece obrero.
--¿No trae ningún mensaje de palabra?
--Nada me ha dicho, Padre.
--¿En dónde está este hombre?
--Espera en la portería.
--Voy a verle.
Ligeramente contrariado, el corpulento Padre Rodríguez se levantó
trabajosamente de su asiento, no sin dirigir la mirada al cúmulo de
cartas que había sobre el escritorio esperando contestación, y se
encaminó a la portería.
--Buenas tardes.
--Buenas tardes, Padre, contestó Juan González, con el rostro iluminado
por la esperanza.
--¿Usted ha traído este billete del Padre Hurtado?
-Sí, Señor.
--Y ¿nada le indicó que me dijera de palabra?

--Nada, Padre.
--Es raro. Haga favor de esperar un momento.
El Rector estaba sorprendido. Que un hombre como el Padre Hurtado
hubiera escrito esas cuantas palabras, tan faltas de sentido común, era
un absurdo. En las galerías immediatas a la portería encontró al Padre
Procurador y al Primer Prefecto, quienes, al ver a su superior,
levantaron sus birretes respetuosamente.
--El Padre Hurtado se ha vuelto loco, dijo el Rector sin más preámbulo.
--¡Imposible! exclamaron a un tiempo los otros dos.
--Entónces, ¿cómo explican ustedes que me envíe este billete? preguntó,
y alargó el papel al Prefecto, quien leyó en voz alta los siguientes
renglones:
--"Estimado Padre Rodríguez: Le ruego se sirva dar cristiana sepultura
al portador de la presente. Su afmo. Hermano en Xto. Alonso Hurtado,
S.J."
Hubo un silencio. El Padre Ministro de Espadal, tenido por el hombre
más cuerdo de la Provincia no podía haber escrito esas palabras.
Instintivamente, los tres religiosos se dirigieron a la portería para
interrogar a Juan González, seguros de que se trataba de una broma.
Pero Juan González, yacía en el suelo, boca arriba, con los ojos muy
abiertos. Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y
tenía la mano izquierda crispada contra el pecho.

SIMILIA SIMILIBUS
A LUIS CASTILLO LEDON.

Como ya murió el célebre homeópata Dr. Idiáquez, puedo divulgar el
secreto que me impuso bajo mi palabra.
Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que
motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué el
primer escalón de su fama. Desde pequeño fuí enfermizo y débil, por lo
cual puedo decir, sin gran exageración, que toda mi niñez y la mitad de
mi juventud las pasé en consultorios de doctores. En verdad, era una
maravilla para todos mis allegados que fuese yo viviendo. Apenas
cumplí los treinta años, empecé a sufrir los más agudos dolores de
cabeza que puedan imaginarse, los cuales de día en día aumentaban al
grado de hacerme la vida un verdadero martirio. Solamente descansaba
yo de ellos cuando dormía, razón por la cual procuré cortejar a Morfeo
incesantemente.
Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar mis
sufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñaba
las cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los dolores que
me torturaban. Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quise huir
del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo la muerte
como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos mis esfuerzos para
permanecer despierto y del horror con que veía yo llegar la noche, me
vencía al fin el sueño, y en seguida presentábanse a mi mente las más
peregrinas visiones que puedan imaginarse, aun en ese mundo
inexplicable. Lluvias de estrellas, kaleidoscópicas auroras, extrañas
floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar
fosforecente veía yo navegar hacia mí un galeón de oro con velamen de
carmín y grana, mientras indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y
a medida, repito, que aquellas visiones eran más hermosas, más agudo
era el dolor que atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi
alma, que no comprendo cómo no fuí a parar a un manicomio.
Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mi mal,
y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a mis
principios religiosos. Por
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