mi padre, ca�� gravemente enfermo, y s��lo con mucho trabajo, despu��s de dos meses de sufrimiento, he podido dejar nuestro castillo patrimonial, el d��a en que un extra?o tomaba posesi��n de ��l. Afortunadamente, un antiguo amigo de mi padre que habita en Par��s, y que en otro tiempo era el encargado de los negocios de nuestra familia en calidad de notario, ha venido �� ayudarme en estas tristes circunstancias: me ha prometido emprender ��l mismo, un trabajo de liquidaci��n que presentaba �� mi inexperiencia dificultades insuperables. Le he abandonado absolutamente el cuidado de arreglar los negocios de la sucesi��n y presumo que su tarea estar�� terminada hoy. Apenas llegu�� ayer, fu�� �� su casa; estaba en el campo, de donde no vendr�� hasta ma?ana. Estos dos d��as han sido crueles: la incertidumbre es verdaderamente el peor de todos los males, porque es el ��nico que suspende necesariamente todos los resortes del alma, y enerva el valor. Mucho me hubiera sorprendido hace diez a?os el que me hubiesen profetizado, que ese viejo notario, cuyo lenguaje formalista y seca pol��tica, nos divert��a tanto, �� mi padre y �� m��, hab��a de ser un d��a el or��culo de quien esperara el decreto supremo de mi destino... Hago lo posible para ponerme en guardia contra esperanzas exageradas; he calculado aproximativamente que, pagadas todas nuestras deudas, nos quedar�� un capital de ciento veinte �� ciento cincuenta mil francos. Es dif��cil que una fortuna que ascend��a �� cinco millones, no nos deje al menos este sobrante. Mi intenci��n es tomar para m�� diez mil francos y marchar �� buscar fortuna en los Estados Unidos, abandonando el resto �� mi hermana.
?Basta de escribir por esta noche! ?Triste ocupaci��n es traer �� la memoria tales recuerdos! Siento, sin embargo, que me han proporcionado un poco de calma. El trabajo es sin duda una ley sagrada, pues me basta hacer la m��s ligera aplicaci��n de ��l, para sentir un no s�� qu�� de contento y de serenidad. El hombre no ama al trabajo y sin embargo no puede desconocer sus inefables beneficios; cada d��a los experimenta, los goza, y al d��a siguiente vuelve �� emprenderlo con la misma repugnancia. Me parece que hay en esto una contradicci��n singular y misteriosa, como si sinti��semos �� la vez en el trabajo, el castigo y el car��cter divino y paternal del juez.
Jueves.
Esta ma?ana al despertar, se me entreg�� una carta del viejo Laubepin. En ella me invitaba �� comer, excus��ndose de esta gran libertad, y no haci��ndome comunicaci��n alguna relativa �� mis intereses. Esta reserva me pareci�� de muy mal augurio.
Esperando la hora fijada saqu�� �� mi hermana del convento y la he paseado por Par��s. La ni?a no presume ni remotamente nuestra ruina. Ha tenido en el curso del d��a, diversos caprichos, bastante costosos. Ha hecho larga provisi��n de guantes, papel rosado, confites para sus amigas, esencias finas, jabones extraordinarios, pinceles peque?os, cosas todas muy ��tiles sin duda, pero que lo son mucho menos que una comida. ?Quiera Dios, lo ignore siempre!
A las seis estaba en la calle Cassette, casa del se?or Laubepin. No s�� qu�� edad puede tener nuestro viejo amigo; pero por muy lejos que se remonten mis recuerdos en lo pasado, lo hallo tal como lo he vuelto �� ver: alto, seco, un poco agobiado, cabellos blancos, en desorden, ojos penetrantes, escondidos bajo mechones de cejas negras, y una fisonom��a robusta y fina �� la vez. Tambi��n he vuelto �� ver su frac negro de corte antiguo, la corbata blanca profesional, y el diamante hereditario en la pechera; en una palabra, con todos los signos exteriores de un esp��ritu grave, met��dico y amigo de las tradiciones. El anciano me esperaba delante de la puerta de su peque?o sal��n: despu��s de una profunda inclinaci��n, tom�� ligeramente mi mano entre sus dos dedos y me condujo frente �� una se?ora anciana, de apariencia bastante sencilla, que se manten��a de pie delante de la chimenea:
--?El se?or marqu��s de Champcey d'Hauterive!--dijo entonces el se?or Laubepin con su voz fuerte, tartajosa y enf��tica: luego de pronto, en un tono m��s humilde y volvi��ndose hacia m��:--La se?ora Laubepin--dijo.
Nos sentamos, y hubo un momento de embarazoso silencio. Esperaba un esclarecimiento inmediato de mi situaci��n definitiva; viendo que era diferido, presum�� que no ser��a de una naturaleza agradable, y esta presunci��n me era confirmada por las miradas de discreta compasi��n con que me honraba furtivamente la se?ora Laubepin. Por su parte, el se?or Laubepin me observaba con una atenci��n singular, que no me parec��a exenta de malicia. Record�� entonces que mi padre hab��a pretendido siempre, descubrir en el coraz��n del ceremonioso Tabelion y bajo sus afectados respetos, un resto de antiguo germen bourgeois plebeyo y aun jacobino. Me pareci�� que ese germen fermentaba un poco en aquel momento y que las secretas antipat��as del viejo hallaban
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