La Novela de un Joven Pobre | Page 4

Octavio Feuillet
he llevado casi hasta este d��a. Durante una ausencia de un a?o, mi coraz��n cada vez m��s amante, �� medida que la inquieta fogosidad de la juventud se amortiguaba, me acos�� m��s de una vez para que volviera �� los lugares de la fuente de mi vida, entre la tumba de mi madre y la cuna de mi tierna hermana; pero mi padre hab��a fijado la duraci��n precisa de mi viaje, y no me hab��a educado de modo que pudiese desobedecer ligeramente sus ��rdenes. Su correspondencia, afectuosa, pero breve, no anunciaba impaciencia alguna con respecto �� mi vuelta: fu�� por esto que me sorprend�� m��s, cuando al desembarcar en Marsella hace dos meses, hall�� muchas cartas de mi padre en las cuales me llamaba con una prisa febril.
En una noche sombr��a del mes de Febrero, volv�� �� ver las murallas macizas de nuestra antigua morada, destac��ndose sobre una capa de escarcha que cubr��a la campi?a.
Un cierzo destemplado y fr��o soplaba por intervalos; los copos de nieve ca��an como las hojas secas de los ��rboles de la avenida y se posaban sobre el suelo h��medo, con un ruido d��bil y triste. Al entrar en el patio, vi una sombra, que me pareci�� ser la de mi padre, dibujarse en una de las ventanas del gran sal��n que estaba en el piso bajo, y que no se abr��a jam��s en los ��ltimos tiempos de la vida de mi madre. Me precipit�� en ��l; al apercibirme, mi padre lanz�� una sorda exclamaci��n: luego me abri�� los brazos, y sent�� su coraz��n palpitar violentamente contra el m��o.
--Est��s helado, pobre hijo m��o--me dijo,--cali��ntate, cali��ntate. Esta pieza es fr��a; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aqu�� se respira.
--?Y la salud de usted, padre m��o?
--As��, as��, ya lo ves.--Y dej��ndome cerca de la chimenea, continu�� �� trav��s de este inmenso sal��n, que estaba apenas iluminado por dos �� tres buj��as, el paseo que al parecer hab��a yo interrumpido. Esta extra?a acogida me hab��a consternado. Miraba �� mi padre con estupor.--?Has visto mis caballos?--me dijo de pronto y sin detenerse.
--?Padre m��o!
--?Ah, es verdad!... t�� acabas de llegar...--Despu��s de un corto silencio:
--M��ximo--agreg��,--tengo que hablarte.
--Le escucho �� usted, padre m��o.
Pareci�� no oirme, se pase�� alg��n tiempo y repiti�� muchas veces por intervalos:--Tengo que hablarte, hijo.--Por ��ltimo lanz�� un profundo suspiro, se pas�� la mano por la frente y sent��ndose bruscamente, me se?al�� una silla en frente de ��l. Entonces, como si hubiera deseado hablarme, sin hallarse con el valor suficiente, sus ojos se detuvieron sobre los m��os, y le�� en ellos una expresi��n tal de angustia, de humildad y de s��plica, que de parte de un hombre tan orgulloso como ��l, me conmovi�� profundamente. Cualesquiera que fueran las culpas, que tanto le costaba confesar, sent��a en el fondo de mi alma que le eran muy liberalmente perdonadas. Repentinamente esa mirada que no me abandonaba, tom�� una fijeza extraordinaria, vaga y terrible; su mano se crisp�� sobre mi brazo; se levant�� de su sill��n y volviendo �� caer en el instante, se resbal�� pesadamente sobre el pavimento: ya no exist��a. Nuestro coraz��n no razona, ni calcula: esa es su gloria. Hac��a un momento que todo lo hab��a adivinado; un solo minuto hab��a bastado para revelarme de repente, sin una palabra de explicaci��n, por un rayo de luz irresistible, la fatal verdad que mil hechos repetidos cada d��a durante veinte a?os, no hab��a podido hacerme sospechar. Hab��a comprendido que la ruina estaba all��, en aquella casa y sobre mi cabeza. ?Y... bien! No s��, si dej��ndome mi padre colmado de todos sus beneficios, me hubiera costado m��s y m��s amargas l��grimas. A mi pesar, �� mi profundo dolor, se un��a una piedad que, ascendiendo del hijo al padre, ten��a algo de singularmente punzante.
Ve��a siempre aquella mirada, suplicante, humilde, extraviada: me desesperaba por no haber podido decir una palabra de consuelo �� aquel desgraciado coraz��n antes de acabarse su existencia, y gritaba como un loco al que ya no me o��a--?yo te perdono!--?yo te perdono!
?Oh! ?qu�� instante, Dios m��o!
Seg��n lo que he podido conjeturar, mi madre al morir hab��a hecho prometer �� mi padre, que vender��a la mayor parte de sus bienes para pagar enteramente la deuda enorme que hab��a contra��do, gastando todos los a?os una tercera parte m��s de sus rentas, y reducirse en seguida �� vivir estrictamente con lo que le quedase. Mi padre hab��a tratado de cumplir este compromiso: hab��a vendido sus bosques y sus tierras; pero, vi��ndose entonces due?o de un capital considerable, no hab��a dedicado sino una peque?a parte �� la amortizaci��n de su deuda, y hab��a emprendido el restablecimiento de su fortuna confiando el resto �� los detestables azares de la bolsa. As�� acab�� de perderse.
No he podido a��n sondar el fondo del abismo en que estamos sumergidos. Una semana despu��s de la muerte de
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