como de costumbre, a
hacerle un rato la tertulia a don Manuel.
La numerosa servidumbre del palacio, engolfada en el trasiego de las
cosechas, llegó casi a olvidar la angustia de aquella mañana en que el
notario de Villazón entró solemnemente al despacho del amo, y
llegando poco después muy descolorido el señorito Salvador, fueron
avisados don Pedro y don Juan, con barruntos de testamento.
Una ansiedad dolorosa había conmovido a los servidores de la casa,
todos obligados, por innúmeros favores, a guardar a su señor una
fidelidad sagrada, y todos capaces de cumplir esta noble obligación.
¿Acertaría el de Luzmela en los pronósticos que hacía de su muerte?
¿Iría a caer ya, marchito para siempre, aquel único tronco de la ilustre
casa de la Torre y Roldán?...
Durante algunos días estos temores pusieron en la vida, siempre
melancólica, de aquella mansión, un sello de tristeza y de inquietud
profundas. Todas las voces se hicieron quedas y suspirantes alrededor
del amo, que, sumido como nunca en sus cavilaciones y añoranzas,
cayó en un abatimiento alarmante.
Pero habíase esponjado de nuevo el cuerpo lacio y consumido de don
Manuel; se erguía en el sillón con más arrogancia y tenía el semblante
más placentero y despejado.
Se fué tranquilizando la buena gente de la casa y volvieron en ella las
labores a su centro natural.
Sólo en los ojos hechiceros de Carmencita quedó encendida la penosa
expresión de la duda, y a menudo posaba esta llama inquieta en el
enigma de los días futuros como una interrogación inconsciente.
V
Don Manuel sueña, como la tarde en que le conocimos.
También ahora tiene los ojos abiertos sobre la cabeza gentil de Carmen;
pero la niña no juega ni borda en el salón; está en el jardín, hundiendo
distraídamente la contera de su sombrilla en las hojas secas
amontonadas por los senderos.
El ábrego ha saltado brioso al amanecer, y ha despojado a los árboles
de sus últimas galas, ya mustias.
Tiene el cielo una intensidad de azul rara en Cantabria; a través de una
atmósfera de limpidez exquisita, todo el valle y los montes se abarcan
de una sola mirada desde el balcón adonde asoma el de Luzmela su
paciente silla de enfermo.
Algunas veces, sus ojos cargados con las imágenes de sus
pensamientos se alzan un momento al cielo, al monte o sobre el valle,
para caer siempre en éxtasis de adoración encima de la niña....
Soñaba....
Veía aquella mujer bella y pura que tenía los ojos y los cabellos lo
mismo que Carmencita; tenía también su misma sonrisa serena y su
misma voz de plata. La veía caer acechada, perseguida por él,
atropellada por su loca pasión, y asistía a todo el horror de su
vergüenza, a todas las horas atormentadas de su vida, hasta que ésta se
extinguió en agonía trágica.
Con haber amado él tanto a aquella mujer, ¿fué ella el grande amor de
su vida?... No: su amor inmenso y puro, supraterreno, inmortal, era la
criatura recogida por compasión, como despojo palpitante de la
tremenda aventura cuya memoria dolía siempre en el corazón del
hidalgo. ¿Cómo pagaría su conciencia aquella deuda enorme? ¿Acaso
él no fué el único culpable? ¿No lo fué siempre, en todas las ocasiones
en que una mujer encendió su deseo?...
Con tales remordimientos estaba el de Luzmela perturbado, y por
esquivar tan íntima turbación, o porque fuese aquélla para él una hora
de evocaciones aventureras, cayó de pronto en su memoria otra página
galante de sus años mozos.
Esta no había quedado mojada de lágrimas: risueña y gozosa, fué otra
de sus grandes locuras. Y se iba aplaciendo el semblante angustiado del
caballero al recordar aquella su expedición a las Américas, dueño y
señor de una criolla que le adoraba.
Ella le había pedido, con cálidas frases de terneza, un viaje a su país, de
donde seguramente la trajo otra aventura amorosa. ¿No valían sus
caprichos la pena de «botar la plata»?... Fué el viaje una pura gorja en
que a cada momento tuvo la bella indiana descubiertas por tentadora
sonrisa las perlas nitescentes de su boca. Era una delicia vivir y gozar
tanto, ¿«no»?...
Ya se había aclarado toda la cara macilenta del enfermo con esta
placentera memoria cuando Carmen gritó sobresaltada desde el jardín:
--¡Padrino, la nétigua; espántala!
Y un ave de blando volar, de uñas corvas y corvo pico, se sostuvo,
retadora, un instante en el vano del balcón, agitando sus plumas
remeras y graznando con lúgubre tono.
Desde las lueñes playas de la América virgen volvió el de Luzmela los
ojos al pajarraco agorero, y le ahuyentó de un manotazo en el aire con
enojo violento; en seguida buscó la mirada de la niña y encontró en ella
una singular expresión dolorosa, como sólo recordaba haberla visto
igual en los ojos de
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