La Niña de Luzmela | Page 9

Concha Espina
otra criatura: de aquella triste pecadora que murió
del dolor de haber pecado.... ¿De dónde había sacado Carmen aquel
secreto penar que se le declaraba en los ojos? Sólo sabía don Manuel
que desde hacía algún tiempo el rostro de la niña estaba ensombrecido
por alguna extraña tristeza que a menudo ponía en su mirada una
revelación; y aquel destello misterioso llenaba de pesadumbre el alma
del caballero.
Hizo un esfuerzo por levantarse, y apoyado en el barandaje de hierro, le
dijo:
--¿Pero te da miedo de la nétigua?... No te asustes...; se fué ya. Sube....
¿no quieres subir?...
Ella alzó el azahar de su mano señalando al cielo, y por toda respuesta
murmuró:
--Todavía... padrino.

El ave fatídica se cernía obstinada sobre el jardín.
Carmen corrió a la casa y subió al salón.
Ya don Manuel había vuelto a sentarse y la esperaba.
La niña fué derecha a sus brazos con una inexplicable emoción, y su
voz llorante interrogaba:
--¿No te irás, padrino? ¿Nunca te irás? ¿No me dejarás nunca con doña
Rebeca?
El, absorto, clamó:
--¿No la quieres?
--No, no; ¡qué miedo, qué miedo tan grande!
--¿Pero de quién, hija mía?
Paró un coche en la portalada, y Carmen sin soltarse del cuello del
hidalgo, gimió:
--Otra vez la nétigua....
Volvió el ave a aletear a la par del alero, graznando agresiva, cuando
abriendo la puerta del salón anunciaron:
--Doña Rebeca.
Carmen imploró.
--Viene a buscarme; ¡no me dejes, por Dios, no me dejes!
El de Luzmela había doblado la cabeza sobre el hombro de la niña, y
sus brazos se iban aflojando en torno al cuerpo grácil de la criatura.
Cuando doña Rebeca entró en la sala y se acercó al grupo, viendo la
cara mortal del enfermo, increpó a la niña.

--¿Le estás ahogando?
Ella apartóse prontamente, diciendo:
--¿Yo?
Y al soltarse de aquel brazo ardiente vió con horror cómo el cuerpo de
don Manuel se desplomaba sobre el respaldo de la silla.
Miraba el moribundo a Carmen con una angustia infinita. Había
adivinado tardíamente sus terrores y sus penas. La muerte llegaba
implacable, sin darle acaso tiempo para reparar su fatal error, fruto de
tantas meditaciones, y que ya antes de consumarse causaba a Carmen
una desolación tan profunda....
Todo lleno de espanto, el corazón de Carmencita se le subió a los labios
para gritar con afanosa ternura:
--¡Padre!...
Y de nuevo trató de abrazarle la infeliz.
Doña Rebeca la separó del caballero con aspereza, diciéndole:
--¡Qué padre ni qué ocho cuartos!
El de Luzmela abrió entonces los ojos inmensamente, con tal expresión
desesperada y colérica, que la señora echó a correr, mientras la niña,
vacilante, caía de rodillas, suplicando:
--¡Dios mío, Dios mío!
A los gritos de doña Rebeca acudió alarmadísima la servidumbre, y
entre ayes y lamentaciones fué el moribundo transportado a su lecho.
En el más ligero caballo de la casa partió a escape un hombre a buscar
al médico, y otro voló a buscar al cura.
Doña Rebeca husmeó en la capilla, procurándose auxilios piadosos

para aquel trance, y volvió al cuarto de su hermano, donde, muy
diligente, encendió la vela de la agonía.
Antes había dicho a Carmencita que trataba de acercarse a don Manuel:
--Aquí sobran los chiquillos; vete allá fuera.
La pobre criatura, desorientada y llena de temor, volvió a la sala, y de
nuevo se hincó delante del sillón vacío.
Entretanto el de Luzmela pugnaba en vano por hablar. Su vida parecía
haberse reconcentrado en los desorbitados ojos, que miraban con
incensatez, hasta que, tras un nistagmo penoso los cerró para siempre.
Había caído la tarde en una serenidad dulcísima; algún caliente suspiro
del ábrego removía en el jardín las hojas secas, llevando hasta la ilustre
casa de la Torre y Roldán, clara y distinta la voz solemne del Salia,
eterno arrullador de la vega.
Carmencita, absorta en su desconsuelo, se levantó de pronto
estremecida por un resoplido siniestro, y, toda temblorosa, gritó una
vez más:
-¡La nétigua!...
De las habitaciones de don Manuel salían ya los chillidos agudos de
doña Rebeca, y el ave agorera tendía sobre el azul cobalto de la noche
su vuelo silencioso....
El hidalgo de Luzmela había muerto.

SEGUNDA PARTE
I
Cuatro años han pasado muy callandito sobre la vida de Carmen. Sólo
ella sabe que aquel montón de horas está todo mojado de lágrimas, que

no ha reído en su vida ninguna de aquellas cuatro primaveras con el
alborozo de las ilusiones, ni ha cantado en su pecho ninguno de
aquellos estíos la enardecida estrofa de la juventud.
El singular testamento de don Manuel de la Torre fué un jirón de locura
mansa que, desgarrado del noble corazón del solariego, quedó flotando
sobre la cabeza inocente de su hija, como nube de un drama silencioso.
Había quedado Carmencita llena de terror en las manos
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