apartó
indiferente; el maestro abrió un periódico y comenzó la habitual
lectura.
Había el caballero cerrado los ojos; tenía las manos cruzadas sobre las
rodillas.
Don Juan, a veces, hacía un punto en su tarea y por encima del papel
miraba con inquietud al enfermo.
También don Pedro le observaba con atención, y miraba después a don
Juan.
Y cuando ya los dos se estaban alarmando, por aquella quietud
momificada de su huésped, éste dió un respingo en la silla y dijo, con la
voz entera y sonora.
--Perdone un momento, don Juan; me van ustedes a permitir unas
preguntas, y aunque les parezcan extrañas han de responderme sin
hacer comentarios, ¿no?
Don Manuel había estado en América dos años, y esta interrogación
expresiva ¿no?, importada de aquel mundo joven, la usaba todavía en
ciertos momentos.
Se miraron con sorpresa sus dos contertulios, y ambos dijeron que «sí»
varias veces, en contestación a aquel «no» interrogante.
--Vamos a ver--indagó el solariego, que parecía un resucitado--: a
ustedes ¿qué les parece de mi hermana?
Hubo un silencio explicable, y a la par respondieron los dos señores:
--Nos parece bien; ya lo creo, muy bien....
--¿Creen ustedes que es buena?
--Ya lo creo; muy buena, sí señor.
--¿Y no dicen por ahí que es rara?
--Un poco rara; pero, poca cosa....
Hubo otra pausa, y aseveró don Manuel:
--¿De modo que a ustedes les merece excelente opinión?
--¡Excelente!
El de Luzmela volvió a recostarse en el sillón, cerró de nuevo los ojos y
cruzó otra vez las manos murmurando:
--Siga, siga la lectura, don Juan, y dispensen.
Don Juan leyó otro ratito; él y don Pedro se miraban mucho aquella
noche, y, más temprano que de costumbre, se despidieron.
Encontraron en el corredor a Rita, que subía con Carmen de la mano, y
le dijeron:
--El amo está peor, ¿eh?
--¿Peor?
--Mucho peor: tengan cuidado.
Aunque hablaban con misterio, la niña se enteró, y preguntó con ansia.
-¿Mi padrino?
Ellos ya bajaban la escalera y no respondieron nada.
Rita aceleró el paso llena de inquietud.
Carmen tenía los ojos muy abiertos en la semioscuridad del pasillo, y
toda su alma se asomaba por ellos como escudriñando las tinieblas del
porvenir.
Llegando a la sala, la mujer y la niña fueron derechas al sillón, y
mientras Carmen se inclinaba devota a besar las manos del enfermo
decíale Rita acongojada:
--¿Se siente mal?
Sin responder a esto, el de Luzmela preguntó a su vez, mirando a la
vieja:
--Oye, ¿a ti qué te parece de mi hermana: es buena?
Atónita la mujer, creyó que deliraba su amo, y él quiso disipar aquel
asombro explicando:
--No estoy «de la cabeza», Rita, no te apures, y responde.
Dijo Rita:
--Buena es su hermana, ¡qué ocurrencia!
--Podía no serlo....
--Yo poco la tengo tratada; casóse apenas yo vine..., ¿no se acuerda?
--Pero, ¿qué has oído por ahí?
--Que es algo rara, algo «maniosa»; pero buena sí.
Don Manuel soliloquió:
--¡Todos dicen que es buena!
--Sabe, que el genial se le habrá corrompido algo con las desazones;
pero el fondo será querencioso y noble como el de todos los amos de
Luzmela....
Tenía el enfermo una placentera expresión cuando volvió la cara hacia
Carmen, que atenta escuchaba a su lado.
--Y a ti, hija mía, ¿qué te parece? ¿quieres a mi hermana?
La niña clavó en él su mirada límpida, y también preguntó:
--¿La quieres tú?
--Yo sí.
--Pues yo también, sí....
--¿Te gustaría vivir con ella?
Carmen dijo prontamente:
--Quiero vivir contigo--y le echó los brazos al cuello con ternura.
El la enlazó en los suyos lleno de emoción, murmurando con la voz
quebrada:
--Pero si yo tuviera que marchar....
La niña, sollozante, respondió al punto:
--No, no, por Dios; llévame entonces contigo.
Rita hacía pucheros y se llevaba a los ojos la punta del delantal, y don
Manuel, incapaz de prolongar aquella escena sin descubrir el profundo
dolor que le poseía, trató de calmar a la niña con tranquilizadoras
palabras.
Cuando Carmen, un poco engañada, alzó la cabeza y miró al hidalgo, le
vió demudado y con el rostro humedecido. Angustiada todavía, le
preguntó:
--¿Lloras?...; ¿sabes tú llorar?
Él trató de sonreir diciendo:
--¡Si son lágrimas tuyas!
Y la despidió con un beso muy grande....
En la alta noche, cuando el monumental lecho de roble crujía sacudido
por el convulso llanto del enfermo, murmuraba el triste:
--¡Que si sé llorar!... ¡Hija mía, hija mía!...
IV
Después de aquellos primeros ocho días, la vida en Luzmela recobró su
aspecto acostumbrado.
Carmencita dió sus lecciones con don Juan y bordó su tapicería en un
extremo del salón bajo la mirada solícita del solariego, que parecía un
poco aliviado de sus achaques.
Salvador hizo al enfermo la cotidiana visita, larga y cariñosa, y el
maestro y el cura fueron todas las noches,
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