La Niña de Luzmela | Page 6

Concha Espina
por amor se casa pobre...; tú la dotas;
o que se casa contigo...; la dotas también; o que se muere...; la heredas,
quedándote tranquilamente con mi legado, que legalmente será tuyo.
--¿Y si muriese yo?
--Se lo dejas a ella. Y si nada necesita, tuya será entonces, sin
condiciones, la herencia.
--Por Dios, señor, yo creo que jamás un testamento se ha hecho así, de
tan extraña manera....
--No se habrá hecho; pero se va a hacer ahora; mejor dicho, ya se está
haciendo.
--¿Ya?...
--Sí; le estamos haciendo tú y yo; un testamento moral entre dos
hombres honrados.... Testo yo, y tú asientes; recibes mi legado y juras
cumplir mi voluntad.... ¿Te figuras que estas condiciones que te
impongo iban a constar en papeles? No, hijo, no; se confirmaría
entonces la opinión general de que estoy un poco «tocado»...; ya sabes
que se dice por ahí....
--Sin embargo, señor, medite usted bien que es demasiado absoluta la
confianza con que usted me honra. Puedo extraviarme; puedo
pervertirme..., volverme loco; hágalo usted en otra forma, limitándome
la acción; ajustándome el camino...; nómbreme usted, si quiere, tutor de
Carmen.
--Te nombro su hermano, su protector, acaso su esposo, dentro de mi
corazón; ante la ley te nombro mi heredero sin condición alguna.
Salvador se paseaba por la sala agitado; mortificaba su barba rubia con
una mano implacable, y sus espuelas levantaban en la estancia
silenciosa un belicoso acento metálico.

Moría la tarde en la cerrazón sombría del cielo, y don Manuel tendía
hacia el joven una mirada ansiosa.
Viéndole tan dudoso y alterado, díjole, al fin, con tono de dolido
reproche:
--¡Si no quieres, Salvador, yo no te obligo!...
Él se volvió hacia el enfermo; estaba pálido y tenía la voz angustiosa.
--¿No querer yo servirle a usted? Es que me aterra el temor de no saber
hacerlo; de no poder, de no ser digno de esta ciega confianza con que
usted me abruma.
--Si no es más que eso....
Y don Manuel, alzándose del sillón, estrechó al muchacho en un abrazo
ardiente, y teniéndole así, preso y acariciado, dijo con solemnidad:
--Doy por recibido tu juramento, y le pongo este sello de nuestro
cariño.
Quiso salvador confirmar: yo juro; pero el de Luzmela le tapó la boca
con su descarnada mano.
--Está jurado, hijo mío; ven y siéntate otra vez a mi lado; no me
sostienen las piernas.
Se sentaron.
Comenzó don Manuel a hablar animadamente con la voz impregnada
de emoción y de dulzura.
Salvador le atendía en silencio, sin dejar de mesarse la barba
febrilmente; y en esto se oyeron en el pasillo unas palabras recias y
unos pasos sonoros.
--Son el cura y el maestro--dijo don Manuel contrariado.

--Entonces me voy, con su permiso; aun no hice hoy la visita en
Luzmela, y está cayendo la noche. ¿Cuándo quiere usted que vuelva?
Ya habían anunciado a don Juan y a don Pedro, cuando don Manuel
respondió:
--Ven mañana temprano; te espero en mi despacho a las nueve, y te
quedarás a comer.
Los dos hombres se estrecharon las manos fervorosamente, y Salvador
hizo un breve saludo a los recién llegados.
Salió. En la meseta amplia de la monumental escalera encontró a
Carmencita: estaba apoyada en la maciza reja del ventanal, y miraba al
cielo o al campo ensimismada.
Al sentir las espuelas de Salvador en la escalera, se volvió hacia él
sonriendo, y observándole muy atenta, preguntó:
--¿Le mandaste al padrino alguna medicina?
Bajaba el mozo embargado de emociones. La dulce voz de la niña le
hizo estremecer. Contemplóla con un respeto y una sumisión que no le
había inspirado jamás, y apremiado por su mirada interrogadora,
replicó:
--Está muy bien el padrino, querida.
Ella le tendió la frente esperando un beso, y el pobre muchacho se
inclinó y le besó la mano con noble acatamiento.
Quedóse algo asombrada Carmencita de la actitud turbada del que
llamaba su hermano; apoyándose en la reja oía cómo se alejaba el
caballo de Salvador y pensaba:
--¡Es que está malo, de verdad, el padrino!

III
Habían colocado una lámpara sobre la mesa, y don Juan y don Pedro se
pusieron a mirar al de Luzmela. Parecía más hundido en el sillón que
otras veces y como si los ojos se le hubiesen agrandado.
Sirvieron en seguida el chocolate humeante y espumoso, y mientras
don Manuel lo tomaba a sorbos, con esfuerzo, el cura y el maestro lo
saboreaban con deleite, mojando en los delicados pocillos hasta el
último bizcocho y la última rebanada de pan rustrido.
Se había iniciado una trivial conversación, rota a cada bocado de pan o
de bizcocho, hasta que retiradas las bandejas de encima del tapete, el
criado presentó otra grande, de plata, con la correspondencia.
Miró don Manuel los sobres de sus dos o tres cartas, y las
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