diferencias me
separaron mucho de mi hermana. Vino entonces mi casamiento, tan
lleno de esperanzas para mí. Me creí reconciliado con el amor del
terruño y con la paz de mi valle; restauré esta casa, soñando vivir
siempre en ella en idílicos goces; evoqué la visión de unos hijos
robustos y de una patriarcal vejez...: ¡sueño fué todo! Desperté de él
con la esposa muerta entre los brazos. Era la más rica heredera de
Villazón, y, tan abundante en bondad como en dineros, quiso dejarme
en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía. Doblemente rico,
perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que acaricié apenas, de
nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos de mi solar.
Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manos llenas; pero no
fuí tan insensato que llegara a empobrecerme. Algunas veces volvía yo
a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme por aquí, bien
avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños; pero nunca
lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En uno de estos
viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía en los
brazos una niña. Me estuve entonces aquí un año entero; un año que fué
para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña, tan
impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mi voluntad
sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocencia me
cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña del
abandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me
sometí a su hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya,
desde entonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces.
Mi vida tenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y
levantarse mi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia
pendiente de la mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces:
mi cuñado me mostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y
orgulloso, no ponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato
saber que mi hermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente
arruinada por su marido, y a menudo le mandaba reservadamente
algunas cantidades como regalo para mis sobrinos, a quienes apenas
conozco....
Calló don Manuel y se quedó abstraído breve rato.
Luego dijo:
--Y hemos llegado, querido Salvador, al caso que me preocupa y
desvela. ¿Merecerá mi hermana que yo le confíe mi hija?... Tú, ¿qué
crees?...
--Yo creo--respondió el joven--que no es muy fácil acertar con la
respuesta, ya que ni usted ni yo la conocemos bien.
--Por eso vacilo....
--¿Y ha pensado usted en qué condiciones le confiaría la tutela de
Carmen?
--Sí; lo he pensado: le dejaría a mi hermana la mitad de mi fortuna con
la condición de que fuese una buena madre para la niña.
Salvador escuchaba con asombro a don Manuel.
--Pero eso--dijo--sería caso de una comprobación delicada y difícil.
--Tengo previstas todas las dificultades: de todo ello hablaremos.... Yo
quisiera dejarle a mi hija un constante testimonio de mi ternura, sin
perturbar su alma con la trágica historia de su nacimiento. Puesto que a
la cara del mundo no le puedo decir que soy su padre, ¿a qué inquietar
su inocencia con el descubrimiento de una pérfida acción que cometí?...
Quiero que mi memoria le acompañe dulce y serena, como la vida que
ha disfrutado junto a mí. Quiero ser su providencia y su amparo más
allá de la muerte, sin que mi nombre caiga de su corazón, ennegrecido
por la sombra de mis culpas.... Para ella quiero ser siempre bueno...
¡siempre!
Quedóse el de Luzmela ensimismado; ardía en sus ojos la luz de la
esperanza con radiante expresión.
Y mientras Salvador le contemplaba con recogida actitud, continuó don
Manuel:
--Al enviudar mi hermana hace poco, se ha apresurado a mostrárseme
afectuosa, lo que me prueba que antes no tenía libertad para hacerlo.
Parece que la niña le es muy simpática. Si ella además le lleva el
bienestar y la holgura, ¿no ha de quererla bien?
--Yo creo que sí.
--¿Verdad que sí?
--Es verdad....
--Pero supongamos que me equivoco; que cometo un gran desatino, y
que ella no trate bastante bien a la niña. En ese caso dejaré a Carmen el
derecho de reclamarle mi herencia, y todavía te quedas tú con otra parte
igual a la de mi hermana.
--¿Yo, dice usted?
--Tú, que eres mi segundo heredero, a quien lego la mitad de mis
caudales.
--Pero... ¿usted ha pensado?...
--Yo he pensado mucho, hijo mío; tú, si no quieres contrariar mi postrer
deseo, serás un buen administrador de mi media fortuna; gastarás las
rentas, como tuyas que serán, y el capital lo conservarás para cuando
Carmen lo necesite. Figúrate que
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