madre--respondió el caballero; los padres de ocasión
somos siempre unos cobardes..., unos viles; ¡ellas, las madres sí que
son valientes en casi todas las ocasiones! La tuya lo fué; por verla yo,
tan desgraciada y tan sufrida, cargar contigo denodadamente, dile
apoyo y la cobré afecto. No me recaté para ampararla, ni ella tuvo
reparo en apoyarse en mí, honradamente. Cuando la pobre se alzaba
sobre su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia,
vino la muerte y se la llevó.... ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale
con respeto y con amor!
Salvador interrogó otra vez con amargura.
--Pero, ¿y mi padre..., mi padre?
--¿Qué te importa de él? ¿Le debes gratitud por el ser que fortuitamente
te dió, en la inconsciencia de su brutalidad?... ¿Acaso podemos
considerarnos padres siempre que afrentamos a una mujer?
--Quisiera, sin embargo, saber su nombre.
Don Manuel guardó silencio.
--Saber--añadió el mozo--su clase social.
El de Luzmela vió cómo se agitaba en este anhelo la vanidad del joven;
vaciló un momento, y luego dijo con firmeza:
--Ya sabes que ésta no es hora de mentir. Salvador: tu padre era un
campesino de origen humilde lo mismo que tu madre.
--Y, ¿vive?
--Emigró, y ya no se supo más de él.
--¿Era soltero?
--Lo era.
--¿Y jamás consintió...?
--¿En reparar su delito?... ¡Nunca!... ¿No te digo que nada le debes?
Eres hombre, y hombre cabal. Deja que esa humillación pase por
debajo de tu orgullo, y no le fundes en hechos de que no eres
responsable.
Pero estaba profundamente abatido Salvador. En vano trataba de luchar
contra la pesadumbre de aquella sorpresa que casi destruía su
personalidad de un solo golpe inesperado.
Compadecido don Manuel, ablandó su voz para decirle efusivamente:
--Todavía estoy aquí yo, hijo. En la negra hora de su agonía le juré a tu
madre ampararte, y he tratado de cumplir mi juramento. Te eduqué y te
hice un hombre; dócil ha sido tu condición para que yo haya podido
formar de ti un mozo tan noble y amable como para hijo le hubiera
deseado. Si por creerte mío has tenido tesón y firmeza para llegar a lo
que eres... ¿tan ajeno a mí te juzgas ya, que así te amilanas y vacilas?...
Aunque no te di el ser, ¿no soy algo más padre tuyo que aquel que te le
dió?... ¡Y si te acobardas ahora que yo te necesito!...
No acabó don Manuel este sentido discurso sin que el joven hubiera
levantado la cabeza, brillantes los ojos zarcos y sinceros, toda
iluminada de una grata expresión su simpática fisonomía.
Se quiso arrodillar con un movimiento espontáneo y devoto para
suplicar.
--Perdón, señor, perdón.... He dejado arruinar todo mi valor
indignamente, pero ha sido un momento; ya pasó; estoy tranquilo, estoy
contento si le puedo servir a usted de algo, yo, pobre de mí, que tanto le
debo....
--Cállate.... ¡Si me lo vas a pagar todo! Bien sabe Dios que no tuve
nunca intención de cobrártelo; pero ahora--añadió implorante--es
preciso, hijo mío, que me devuelvas en Carmen todo el bien que te
hice.
--Cuanto yo pueda y valga se lo ofrezco a usted dichoso.
--Pues oye.
Se recogió un momento a meditar, y dijo luego:
--¿Qué juicio has formado tú de mi hermana?
--¿Juicio?... Ninguno; ¡la he tratado tan poco!
--Pero, ¿qué impresión te causa?
--Me parece buena señora.
--¿Y qué has oído de ella por ahí, como voz general?
--Dicen que es un poco rara; algo histérica.
--Sí, tiene que serlo; era epiléptica nuestra madre, y nuestro padre el
hidalgo de Luzmela ¡bebía tanto ron!... Pero, en fin, ¿la creen buena?
--Buena sí.
--Te extrañarán estas preguntas; pero yo te voy a decir una cosa: apenas
conozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no me
acuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allí
a la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada en
Rucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar la
Europa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado
cuánto mi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos
mis caprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó para
darme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en su
testamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era un
calavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin
embargo, yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no
veía más que la hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más
tormentosos de mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad,
tal vez por mi superior linaje, tal vez por las muchas preferencias que
en vida y en muerte me prodigó mi padre. Estas
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