La Navidad en las Montanas | Page 5

Ignacio Manuel Altamirano
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Part I, Chap. XXXVIII. Cervantes
(1547-1616)
is Spain's most famous author.]

V
--Vine al país de Vd.,--me dijo,--muy joven y destinado al comercio,
como muchos de mis compatriotas. Tenía yo un tío en México bastante

acomodado, el cual me colocó en una tienda de ropas; pero notando
algunos meses después de mi llegada que aquella ocupación me
repugnaba sobre manera, y que me consagraba con más gusto a la
lectura, sacrificando a esta inclinación aun las horas de reposo,
preguntóme un día si no me sentía yo con más vocación para los
estudios. Le respondí, que en efecto la carrera de las letras me agradaba
más; que desde pequeño soñaba yo con ser sacerdote, y que si no
hubiese tenido la desgracia de quedar huérfano de padre y madre en
España, habría quizás logrado los medios de alcanzar allá la realización
de mis deseos. Debo decir a Vd. que soy oriundo de la provincia de
Álava,[1] una de las tres vascongadas, y mis padres fueron
honradísimos labradores, que murieron teniendo yo muy pocos años,
razón por la cual una tía a cuyo cargo quedé se apresuró a enviarme a
México, donde sabía que mi susodicho tío había reunido, merced a su
trabajo, una regular fortuna. Este generoso tío escuchó con sensatez mi
manifestación, y se apresuró a colocarme con arreglo a mis
inclinaciones. Entré en un colegio, donde, a sus expensas, hice mis
primeros estudios con algún provecho. Después, teniendo una alta idea
de la vida monacal, que hasta allí sólo conocía por los elogios
interesados que de ella se hacían y por la poética descripción que veía
en los libros religiosos, que eran mis predilectos, me puse a pensar
seriamente en la elección que iba a hacer de la Orden regular en que
debía consagrarme a las tareas apostólicas, sueño acariciado de mi
juventud; y después de un detenido examen me decidí a entrar en la
religión de los Carmelitas[2] descalzos. Comuniqué mi proyecto a mi
tío, quien lo aprobó y me ayudó a dar los pasos necesarios para arreglar
mi aceptación en la citada Orden. A los pocos meses era yo fraile; y
previo el noviciado[3] de rigor, profesé y recibí las órdenes
sacerdotales, tomando el nombre de fray José de San Gregorio, nombre
que hice estimar, señor capitán, de mis prelados y de mis hermanos
todos, durante los años que permanecí en mi Orden, que fueron pocos.
Residí en varios conventos, y con gran placer recuerdo los hermosos
días de soledad que pasé en el pintoresco Desierto de Tenancingo,[4]
en donde sólo me inquietaba la amarga pena de ver que perdía en el
ocio una vida inútil, el vigor juvenil que siempre había deseado
consagrar a los trabajos de la propaganda evangélica.
Conocí entonces, como Vd. supondrá, lo que verdaderamente valían las

órdenes religiosas en México; comprendí, con dolor, que habían
acabado ya los bellos tiempos en que el convento era el plantel de
heroicos misioneros que a riesgo de su vida se lanzaban a regiones
remotas a llevar con la palabra cristiana la luz de la civilización, y en
que el fraile era ... el apóstol laborioso que iba a la misión lejana a
ceñirse la corona de las victorias evangélicas, reduciendo al
cristianismo a los pueblos salvajes, o la del martirio, en cumplimiento
de los preceptos de Jesús.
Varias veces rogué a mis superiores que me permitieran consagrarme a
esta santa empresa, y en tantas[5] obtuve contestaciones negativas y
aun extrañamientos, porque se suponían opuestos a la regla de
obediencia mis entusiastas propósitos. Cansado de inútiles súplicas, y
aconsejado por piadosos amigos, acudí a Roma pidiendo mi
exclaustración, y al cabo de algún tiempo el Papa me la concedió en un
Breve, que tendré el placer de enseñar a Vd.
Por fin iba a realizar la constante idea de mí juventud; por fin iba a ser
misionero y mártir de la civilización cristiana. Pero ¡ay! el Breve
pontificio llegó en un tiempo en que atacado de una enfermedad que
me impedía hacer largos viajes, sólo me dejaba la esperanza de diferir
mi empresa para cuando hubiese conseguido la salud.
Esto hace tres años. Los médicos opinaron que en este tiempo podía yo
sin peligro inmediato consagrarme a las misiones lejanas, y entretanto,
me aconsejaron que dedicándome a trabajos menos fatigosos, como los
de la cura de almas en un pueblo pequeño y en un clima frío, procurase
conjurar el riesgo de una muerte próxima.
Por eso mi nuevo prelado secular me envió a esta aldea, donde he
procurado trabajar cuanto me ha sido posible, consolándome de no
realizar aún mis proyectos, con la idea de que en estas montañas
también soy misionero, pues sus habitantes vivían, antes de que yo
viniese, en un estado muy semejante a la idolatría y a
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