La Navidad en las Montanas | Page 8

Ignacio Manuel Altamirano
se ten��a a la vista una de esas alegres aldeas de la Saboya[1] o de mis queridos Pirineos[2], con sus caba?as de paja o con sus techos rojos de teja, sus ventanas azules y sus paredes adornadas con cortinas de trepadoras, sus patios llenos de ��rboles frutales, sus callecitas sinuosas, pero aseadas, sus granjas, sus queseras y su gracioso molino. Su iglesita pobre y linda, si bien est�� escasa de adornos de piedra y de altivos p��rticos, tiene, en cambio en su peque?o atrio, esbeltos y coposos ��rboles; las m��s bellas parietarias enguirnaldan su humilde campanario con sus flores azules y blancas; su techo de paja presenta con su color obscuro, salpicado por el musgo, una vista agradable; la cerca del atrio es un r��stico enverjado formado por los vecinos con troncos de encina, en los que se ostentan familias enteras de orqu��deas, que hubieran regocijado al buen bar��n de Humboldt[3] y al modesto y sabio Bonpland [4]; y el suelo ostenta una rica alfombra de cal��ndulas silvestres, que fueron a buscarse entre las m��s preciosas de la monta?a. En fin, se?or, la vegetaci��n, esa incomparable arquitectura de Dios, se ha encargado de embellecer esa casa de oraci��n, en la que el alma debe encontrar por todas partes motivos de agradecimiento y de admiraci��n hacia el Creador.
De este modo, el trabajo lo ha cambiado todo en el pueblo; y sin la guerra, que ha hecho sentir hasta estos desiertos su devastadora influencia, ya mis pobres feligreses, menos escasos de recursos, habr��an mejorado completamente de situaci��n; sus cosechas les habr��an producido m��s, sus ganados, notablemente superiores a los dem��s del rumbo, habr��an tenido m��s valor en los mercados, y la recompensa habr��a hecho nacer el est��mulo en toda la comarca, todav��a demasiado pobre.
Pero ?qu�� quiere Vd.? Los trigos que comienzan a cultivarse en nuestro peque?o valle necesitan un mercado pr��ximo para progresar, pues hasta ahora la cosecha que se ha levantado, s��lo ha servido para el alimento de los vecinos.
Yo estoy contento, sin embargo, con este progreso, y la primera vez que com�� un pan de trigo y ma��z, como en mi tierra natal, llor�� de placer, no s��lo porque eso me tra��a a la memoria los tiernos recuerdos de la patria, sino porque comprend�� que con este pan, m��s sano que la tortilla[5], la condici��n f��sica de estos pueblos iba a mejorar tambi��n: ?no opina Vd. lo mismo?
--Seguramente: yo creo, como todo el que tiene buen sentido, que la buena y sana alimentaci��n es ya un elemento de progreso.
--Pues bien,--continu�� el cura;--yo, con el objeto de establecer aqu�� esa important��sima mejora, he procurado que hubiese un peque?o molino, suficiente, por lo pronto, para las necesidades del pueblo. Uno de los vecinos m��s acomodados tom�� por su cuenta realizar mi idea. El molino se hizo, y mis feligreses comen hoy pan de trigo y de ma��z. De esta manera he logrado abolir para siempre esa horrible tortura que se impon��an las pobres mujeres, moliendo el ma��z en la piedra que se llama _metate_; tortura que las fatiga durante la mayor parte del d��a, rob��ndoles muchas horas que pod��an consagrar a otros trabajos, y ocasion��ndoles muchas veces enfermedades dolorosas....
Al principio he encontrado resistencias, provenidas de la costumbre inveterada, y aun del amor propio de las mujeres, que no quer��an aparecer como perezosas, pues aqu��, como en todos los pueblos pobres de M��xico, y particularmente los ind��genas, una de las grandes recomendaciones de una doncella que va a casarse es la de que sepa moler, y ��sta ser�� tanto mayor, cuanta mayor sea la cantidad de ma��z que la infeliz reduzca a tortillas. As�� se dice: _Fulana es muy mujercita, pues muele un almud o dos almudes, sin levantarse_. Ya Vd. supondr�� que las pobres j��venes, por obtener semejante elogio, se esfuerzan en tama?a tarea, que llevan a cabo sin duda alguna, merced al vigor de su edad, pero que no hay organizaci��n que resista a semejante trabajo, y sobre todo, a la penosa posici��n en que se ejecuta. La cabeza, el pulm��n, el est��mago, se resienten de esa inclinaci��n constante de la molendera, el cuerpo se deforma y hay otras mil consecuencias que el menos perspicaz conoce. As�� es que mi molino ha sido el redentor de estas infelices vecinas, y ellas lo bendicen cada d��a, al verse hoy libres de su antiguo sacrificio, cuyos funestos resultados comprenden hasta[6] ahora, al observar el estado de su salud, y al aprovechar el tiempo en otros trabajos.
Como el cultivo del trigo, se ha introducido el de otros cereales no menos ��tiles y con igual prontitud. He tra��do tambi��n _pacholes_[7] de algunas leguminosas que he encontrado en la monta?a, y con las cuales la ben��fica naturaleza nos hab��a favorecido, sin que estos habitantes hubiesen pensado en aprovecharlas.
En cuanto a ��rboles frutales, ya los ver�� Vd.
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