en efecto la carrera de las letras me agradaba m��s; que desde peque?o so?aba yo con ser sacerdote, y que si no hubiese tenido la desgracia de quedar hu��rfano de padre y madre en Espa?a, habr��a quiz��s logrado los medios de alcanzar all�� la realizaci��n de mis deseos. Debo decir a Vd. que soy oriundo de la provincia de ��lava,[1] una de las tres vascongadas, y mis padres fueron honrad��simos labradores, que murieron teniendo yo muy pocos a?os, raz��n por la cual una t��a a cuyo cargo qued�� se apresur�� a enviarme a M��xico, donde sab��a que mi susodicho t��o hab��a reunido, merced a su trabajo, una regular fortuna. Este generoso t��o escuch�� con sensatez mi manifestaci��n, y se apresur�� a colocarme con arreglo a mis inclinaciones. Entr�� en un colegio, donde, a sus expensas, hice mis primeros estudios con alg��n provecho. Despu��s, teniendo una alta idea de la vida monacal, que hasta all�� s��lo conoc��a por los elogios interesados que de ella se hac��an y por la po��tica descripci��n que ve��a en los libros religiosos, que eran mis predilectos, me puse a pensar seriamente en la elecci��n que iba a hacer de la Orden regular en que deb��a consagrarme a las tareas apost��licas, sue?o acariciado de mi juventud; y despu��s de un detenido examen me decid�� a entrar en la religi��n de los Carmelitas[2] descalzos. Comuniqu�� mi proyecto a mi t��o, quien lo aprob�� y me ayud�� a dar los pasos necesarios para arreglar mi aceptaci��n en la citada Orden. A los pocos meses era yo fraile; y previo el noviciado[3] de rigor, profes�� y recib�� las ��rdenes sacerdotales, tomando el nombre de fray Jos�� de San Gregorio, nombre que hice estimar, se?or capit��n, de mis prelados y de mis hermanos todos, durante los a?os que permanec�� en mi Orden, que fueron pocos.
Resid�� en varios conventos, y con gran placer recuerdo los hermosos d��as de soledad que pas�� en el pintoresco Desierto de Tenancingo,[4] en donde s��lo me inquietaba la amarga pena de ver que perd��a en el ocio una vida in��til, el vigor juvenil que siempre hab��a deseado consagrar a los trabajos de la propaganda evang��lica.
Conoc�� entonces, como Vd. supondr��, lo que verdaderamente val��an las ��rdenes religiosas en M��xico; comprend��, con dolor, que hab��an acabado ya los bellos tiempos en que el convento era el plantel de heroicos misioneros que a riesgo de su vida se lanzaban a regiones remotas a llevar con la palabra cristiana la luz de la civilizaci��n, y en que el fraile era ... el ap��stol laborioso que iba a la misi��n lejana a ce?irse la corona de las victorias evang��licas, reduciendo al cristianismo a los pueblos salvajes, o la del martirio, en cumplimiento de los preceptos de Jes��s.
Varias veces rogu�� a mis superiores que me permitieran consagrarme a esta santa empresa, y en tantas[5] obtuve contestaciones negativas y aun extra?amientos, porque se supon��an opuestos a la regla de obediencia mis entusiastas prop��sitos. Cansado de in��tiles s��plicas, y aconsejado por piadosos amigos, acud�� a Roma pidiendo mi exclaustraci��n, y al cabo de alg��n tiempo el Papa me la concedi�� en un Breve, que tendr�� el placer de ense?ar a Vd.
Por fin iba a realizar la constante idea de m�� juventud; por fin iba a ser misionero y m��rtir de la civilizaci��n cristiana. Pero ?ay! el Breve pontificio lleg�� en un tiempo en que atacado de una enfermedad que me imped��a hacer largos viajes, s��lo me dejaba la esperanza de diferir mi empresa para cuando hubiese conseguido la salud.
Esto hace tres a?os. Los m��dicos opinaron que en este tiempo pod��a yo sin peligro inmediato consagrarme a las misiones lejanas, y entretanto, me aconsejaron que dedic��ndome a trabajos menos fatigosos, como los de la cura de almas en un pueblo peque?o y en un clima fr��o, procurase conjurar el riesgo de una muerte pr��xima.
Por eso mi nuevo prelado secular me envi�� a esta aldea, donde he procurado trabajar cuanto me ha sido posible, consol��ndome de no realizar a��n mis proyectos, con la idea de que en estas monta?as tambi��n soy misionero, pues sus habitantes viv��an, antes de que yo viniese, en un estado muy semejante a la idolatr��a y a la barbarie. Yo soy aqu�� cura y maestro de escuela, y m��dico y consejero municipal. Dedicadas estas pobres gentes a la agricultura y a la ganader��a, s��lo conoc��an los principios que una rutina ignorante les hab��a trasmitido, y que no era bastante para sacarlos de la indigencia en que necesariamente deb��an vivir, porque el terreno por su clima es ingrato, y por su situaci��n lejos de los grandes mercados no les produce lo que era de desear. Yo les he dado nuevas ideas, que se han puesto en pr��ctica con gran provecho, y el pueblo va saliendo poco a poco de su antigua postraci��n. Las costumbres,
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