frecuencia masas ferruginosas. Cristales de hierro, cobre y plomo,
combinados con otros elementos, se hallan también en los restos
esparcidos; á veces brilla una partícula de oro en la arena del arroyo.
Pero en la roca dura, ni el mineral precioso ni el cristal se encuentran
distribuidos al azar; están dispuestos en venas ramificadas que se
desarrollan sobre todo en los cimientos de las diferentes formaciones.
Esos filones de metal, semejantes al hilo mágico del laberinto, han
llevado á los mineros, y más tarde á los geólogos, al espesor, á la
historia de la montaña.
Según nos refieren los cuentos maravillosos, era fácil en otro tiempo ir
á recoger tales riquezas á lo interior del monte; bastaba con tener algo
de suerte ó contar con el favor de los dioses. Al dar un paso en falso se
agarraba uno á un arbusto; el frágil tronco cedía, arrastrando consigo
una piedra grande que cerraba una gruta desconocida hasta entonces. El
pastor se metía osadamente por la abertura, no sin pronunciar alguna
fórmula mágica ó sin tocar algún amuleto, y después de haber andado
largo tiempo obscuro camino, se encontraba de repente bajo una
bóveda de cristal y diamante; erguíanse alrededor estátuas de oro y
plata profusamente adornadas con rubíes, topacios y zafiros; bastaba
con inclinarse para recoger tesoros.
En nuestros días, el hombre necesita trabajar, dejándose de conjuros y
encantamientos, para conquistar el oro y otros metales que duermen en
las rocas. Los preciosos fragmentos son raros, hállanse impuros y
mezclados con tierra, y la mayor parte de ellos no alcanzan brillo y
valor sino después de afinados en el horno.
CAPÍTULO IV
#El origen de la montaña#
Así, pues, hasta en su más diminuta molécula, la montaña enorme
ofrece una combinación de elementos diversos que se han mezclado en
variables proporciones; cada cristal, cada mineral, cada grano de arena
ó partícula da caliza, tiene su infinita historia, como los mismos astros.
El menor fragmento de roca tiene su génesis como el Universo, pero
mientras se ayudan con la ciencia unos á otros, el astrólogo, el geólogo,
el físico y el químico, aún se están preguntando con ansiedad si han
comprendido bien lo que es esa piedra y el misterio de su origen.
¿Y están bien seguros de haber puesto en claro el origen de la propia
montaña? ¿Viendo todas esas rocas, asperones, calizas, pizarras y
granitos, podemos contar cómo se ha acumulado la masa prodigiosa,
cómo se ha erguido hacia el cielo? ¿Podemos nosotros, pigmeos débiles,
contemplándola en su soberbia belleza, decirle con el orgullo
consciente de la inteligencia satisfecha: «La más chica de tus piedras
puede aplastarnos, pero te comprendemos, y conocemos tu nacimiento
y tu historia?»
Como nosotros y aún más que nosotros, dirigen preguntas los niños al
ver la naturaleza y sus fenómenos, pero casi siempre, con cándida
confianza, se contentan con la respuesta vaga ó engañosa de un padre ú
otra persona mayor que nada sabe, ó de un profesor que supone saberlo
todo. Si no alcanzaran los niños esa respuesta, investigarían y
continuarían investigando, hasta que encontraran una explicación
cualquiera, porque el niño no gusta de permanecer en la duda; lleno del
sentimiento de su existencia, empezando la vida como un vencedor,
quiere hablar como quien domina todas las cosas. Nada debe ser
desconocido para él.
Así los pueblos, salidos apenas de su barbarie primitiva, encontraban
una afirmación definitiva para cuanto los chocaba, y diputaban por
buena la primera explicación que respondiera lo mejor posible á la
inteligencia y á las costumbres de aquel grupo humano. Pasando de
boca en boca, acabó la leyenda por convertirse en palabra divina y
surgieron cartas de intérpretes para apoyarla con su autoridad moral y
sus ceremonias. Así es como en la herencia mítica de casi todas las
naciones encontramos relatos que nos cuentan el nacimiento de las
montañas, de los ríos, de la tierra, del Océano, de las plantas, de los
minerales y hasta del hombre.
La explicación más sencilla es la que nos muestra á los dioses ó á los
genios arrojando las montañas desde las alturas celestiales y dejándolas
caer al azar; ó bien levantarlas y modelarlas con cuidado como
columnas destinadas á sostener la bóveda del cielo. Así fueron
construidos el Líbano y el Hermón; así se arraigó en los límites del
mundo el monte Atlas, de hombros robustos. Por otra parte, las
montañas, después de creadas, cambiaban de sitio con frecuencia, y
servían á los dioses para arrojárselas con hondas. Los titanes, que no
eran dioses, transtornaron todos los montes de Tesalia para alzar
murallas en torno del Olimpo: el mismo gigantesco Altus no era
demasiado peso para sus brazos, que lo llevaron desde el fondo de
Tracia hasta el sitio en que hoy se levanta. Una giganta del Norte se
había llenado de colinas
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