La Fontana de Oro | Page 8

Benito Pérez Galdós
el techo con toda la mole patri��tica que sustentaba, tomaron las de Villadiego, abandonando la costumbre inveterada de concurrir al caf��.
Una de las cuestiones que m��s preocupaban al due?o fu�� la manera de armonizar lo mejor posible el patriotismo y el negocio, las sesiones del club y las visitas de los parroquianos. Dirigi�� conciliadoras amonestaciones para que no hicieran ruido pero esto parece que fu�� interpretado como un primer conato de servilismo, y aument�� el ruido, y se fueron los parroquianos.
En la ��poca �� que nuestra historia se refiere, las sesiones estaban todav��a en la planta baja. Aqu��llos fueron los buenos d��as de la Fontana. Cada bebedor de caf�� formaba parte del p��blico.
Entre los numerosos defectos de aquel local, no se contaba el de ser excesivamente espacioso: era, por el contrario, estrecho, irregular, bajo, casi subterr��neo. Las gruesas vigas que sosten��an el techo no guardaban simetr��a. Para formar el caf�� fu�� preciso derribar algunos tabiques, dejando en pie aquellas vigas; y una vez obtenido el espacio suficiente, se pens�� en decorarlo con arte.
Los artistas escogidos para esto eran los m��s h��biles pintores de muestra de la Villa. Tendieron su mirada de ��guila por las estrechas paredes, las gruesas columnas y el pesado techo del local, y un��nimes convinieron en que lo principal era poner unos capiteles �� aquellas columnas. Improvisaron unas volutas, que parec��an tener por modelo las morcillas extreme?as, y las clavaron, pint��ndolas despu��s de amarillo. Se pens�� despu��s en una cenefa que hiciera el papel de friso en todo lo largo del sal��n; mas como ninguno de los artistas sab��a tallar bajo-relieves, ni se conoc��an las maravillas del cart��n-piedra, se convino en que lo mejor ser��a comprar un list��n de papel pintado en los almacenes de un marsell��s recientemente establecido en la calle de Majaderitos. As�� se hizo, y un d��a despu��s la cenefa, engrudada por los mozos del caf��, fu�� puesta en su sitio. Representaba unos cr��neos de macho cabr��o, de cuyos cuernos pend��an cintas de flores que iban �� enredarse sim��tricamente en varios tirsos adornados con manojos de frutas, formando todo un conjunto anaecre��ntico-f��nebre de muy mal efecto. Las columnas fueron pintadas de blanco con r��fagas de rosa y verde, destinadas �� hacer creer que eran de jaspe. En los dos testeros pr��ximos �� la entrada, se colocaron espejos como de �� vara; pero no enterizos, sino formados por dos trozos de cristal unidos por una barra de hojalata. Estos espejos fueron cubiertos con un velo verde para impedir el uso de los derechos de domicilio que all�� pretend��an tener todas las moscas de la calle. A cada lado de estos espejos se coloc�� un quinqu��, sostenido por una peana anaecre��ntico, donde se apoyaba el recept��culo; y ��ste recib��a diariamente de las entra?as de una alcuza, que detr��s del mostrador hab��a, la substancia necesaria para arder macilento, humeante, triste y hediondo hasta m��s de media noche, hora en que su luz, cansada de alumbrar, vacilaba �� un lado y otro como quien dice no, y se extingu��a, dejando que salvaran la patria �� obscuras los ap��stoles de la libertad.
El humo de estos quinqu��s, el humo de los cigarros, el humo del caf�� hab��an causado considerable deterioro en el dorado de los espejos, en el amarillo de los capiteles, en los jaspes y en el friso cl��sico. Solo por tradici��n se sab��a la figura y color de las pinturas del techo, debidas al pincel del peor de los disc��pulos de Maella.
Los muebles eran muy modestos; reduc��anse �� unas mesas de palo, pintadas de color casta?o simulando caoba en la parte inferior, y embadurnadas de blanco para imitar m��rmol en la parte superior, y �� medio centenar de banquillos de ajusticiado, cubiertos con cojines de hule, cuya crin, por innumerables agujeros, se sal��a con mucho gusto de su encierro.
El mostrador era ancho, estaba colocado sobre un escal��n, y en su fachada ten��a un medall��n donde las iniciales del amo se entrelazaban en confuso jerogl��fico. Detr��s de este catafalco asomaba la imperturbable imagen del cafetero, y �� un lado y otro de ��ste, dos estantes donde se encerraban hasta cuatro docenas de botellas. Al trav��s de la mitad de estos cristales se ve��an tambi��n bollos, libras de chocolate y algunas naranjas; y decimos la mitad de los cristales, porque la otra mitad no exist��a, siendo sustituida por pedazos de papel escrito, perfectamente pegados con obleas encarnadas. Por encima de las botellas, por encima del estante, por encima de los hombros del amo, se ve��a saltar un gato enorme, que pasaba la mayor parte del d��a acurrucado en un rinc��n, durmiendo el sue?o de la felicidad y de la hartura. Era un gato prudente, que jam��s interrump��a la discusi��n, ni se permit��a maullar ni derribar ninguna botella en los momentos cr��ticos. Este gato se llamaba Robespierre.
En el local que hemos
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