sereno.
--V��ngase usted aqu�� con pamplinas: si no le conoceremos, se?or _Callej��n angosto_.
--Anda, que te quedaste con la colecta el d��a de San Ant��n. ?Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de Otolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna cocina. Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, s��, se?ores. Liberal aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren �� estos realistones: ahora han cambiado de casaca. Despu��s que con sus delaciones ten��an las c��rceles atarugadas de gente; se agarran �� la Constituci��n, y ya est��n en campa?a como toro en plaza, dando vivas �� la libertad.
--Se?or Calleja, usted es un insolente.
--?Servil��n!
Esta voz era el mayor de los insultos en aquella ��poca, Cuando se pronunciaba, no hab��a remedio: era preciso re?ir.
Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del g��nero humano se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo resplandec��a en lo alto, pr��ximo �� caer sobre el indefenso cr��neo del que fu�� lego, abate y covachuelista, cuando otra mano providencial ataj�� el golpe tremendo que iba �� partir en dos tajadas �� todo un graduado en c��nones de la Complutense. Esta mano protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual, desconcertada y tr��mula al ver desde el rinc��n de su tienda la actitud terriblemente agresiva de su esposo, dej�� con rapidez la labor, ech�� en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales pechos se alimentaba, y arregl��ndose lo mejor que pudo el mal encubierto seno, corri�� �� la puerta y libr�� al pobre Carrascosa de una muerte segura.
Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un bello grupo. Calleja con el brazo alzado y el rostro encendido; su esposa, que era tan gigantesca como ��l, le sosten��a el brazo; el pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Do?a Teresa Burguillos, que as�� se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero ten��a en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual recordada �� Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles, pronta �� desnudar el terrible acero cl��sico. El Agamen��n de la Covachuela ofrec��a un aspecto poco acad��mico en verdad.
"Ciudadano Calleja--dijo aquella se?ora en tono muy reposado,--no emplees tus armas contra ese pel��n, que se pudre �� todo podrir: gu��rdalas para los tiranos."
Calleja cerr��, pues, la navaja, y la guard�� para los tiranos.
Don Gil se apart�� de all��, llevado por algunos amigos, que quisieron impedir una cat��strofe; y poco despu��s, el grupo que all�� se hab��a formado quedaba disuelto.
La amazona cerr�� la puerta, y dentro continu�� su perorata interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo, mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan bruscamente hab��a perdido. Basto decir, para que se comprenda lo que val��a do?a Teresa Burguillos, que sab��a leer, aunque con muchas dificultades, hall��ndose expuesta �� entender las cosas al rev��s; que �� fuerza de mascullones pod��a enterarse de algunos discursos escritos, reteni��ndolos en la memoria; que alentada por la barberil elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se hab��a hecho una gran pol��tica, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga, aunque m��s que los hombres de sable le gustaban los hombres de palabra, llegando hasta decir que no conoc��a caballero m��s galantemente discreto que Paco (as�� mismo) Mart��nez de La Rosa. Es casi seguro que manifest�� deseos de tener delante al _b��rbaro Elio_ para clavarle sus tijeras en el coraz��n. Penetremos ahora en la Fontana.
CAP��TULO II
#El club patri��tico#.
En la Fontana es preciso demarcar dos recintos, dos hemisferios: el correspondiente al caf��, y el correspondiente �� la pol��tica. En el primer recinto hab��a unas cuantas mesas destinadas al servicio. M��s al fondo, y formando un ��ngulo, estaba el local en que se celebraban las sesiones. Al principio el orador se pon��a en pie sobre una mesa, y hablaba; despu��s el due?o del caf�� se vi�� en la necesidad de construir una tribuna. El gent��o que all�� concurr��a era tan considerable, que fu�� preciso arreglar el local, poniendo bancos _ad hoc_; despu��s, �� consecuencia de los altercados que este club tuvo con el Grande Oriente, se demarcaron las filiaciones pol��ticas; los exaltados se encasillaron en la Fontana, y expulsaron �� los que no lo eran. Por ��ltimo, se determin�� que las sesiones fueran secretas, y entonces se traslad�� el club al piso principal. Los que abajo hac��an el gasto tomando caf�� �� chocolate, sent��an en los momentos agitados de la pol��mica un estruendo espantoso en las regiones superiores, de tal modo, que algunos, temiendo que se les viniera encima
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