un teatro de aldea. Por aqu�� colgaba �� guisa de pend��n, una pieza de lanilla encarnada; por all�� un ce?idor de majo; m��s all�� ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos, semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pend��a alg��n camisol��n, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas de pa?uelos, refajos y colgaduras. Encima de todo esto, una larga tabla en figura de media, pintada de negro, fija en la muralla y perpendicular �� ella, serv��a de muestra principal. En el interior todo era armon��a y buen gusto; en el tr��pode del centro ten��an poderoso cimiento las caderas de do?a Ambrosia, y m��s arriba se ostentaba el pecho cicl��peo y corpulento busto de la misma. Era espa?ola rancia, manchega y natural de Quintanar de la Orden, por m��s se?as; se?ora de muy nobles y cristianos sentimientos. Respecto �� sus ideas pol��ticas, cosa esencial entonces, baste decir que qued�� resuelto despu��s de grandes controversias en toda la calle, que era una servilona de lo m��s exagerado.
Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderos respectivos, constitu��an la decoraci��n de la calle; hab��a adem��s una decoraci��n movible y pintoresca, formada por el gent��o que en todas direcciones cruzaba, como hoy, por aqu��l sitio. Entonces los trajes eran singular��simos. ?Qui��n podr��a describir hoy la oscilaci��n de aquellos puntiagudos faldones de casaca? ?Y aquellos sombreros de felpa con el ala retorcida y la copa aguda como pil��n de az��car? ?Se comprenden hoy los tremendos sellos de reloj, pesados como badajos de campana, que iban marcando con impertinente retint��n el paso del individuo? Pues ?y las botas �� la _farol��_ y las mangas de jam��n, que ser��an el ��ltimo grado de la ridiculez, si no existieran los tup��s hiperb��licos, que asimilaban perfectamente la cabeza de un cristiano �� la de un guacamayo?
El gremio cocheril exhib��a all�� tambi��n sus m��s caracter��sticos individuos. Lo menos veinte veces al d��a pasaban por esta calle las carrozas de los grandes que en las inmediaciones viv��an. Estas carrozas, que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no ser, se compon��an de una especie de nav��o de l��nea, colocado sobre una armaz��n de hierro; esta armaz��n se mov��a con la pausada y solemne revoluci��n de cuatro ruedas, que no ten��an velocidad m��s que para recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de �� pie. El veh��culo era un inmenso caj��n: los de los d��as gordos estaban adornados con placas de carey. Por lo com��n las paredes de los ordinarios eran de nogal bru?ido, �� de caoba, con fin��simas incrustaciones de marfil �� metal blanco. En lo profundo de aquel antro se ve��a el nobil��simo perfil de alg��n pr��cer esclarecido, �� de alguna vieja esclarecidamente fea. Detr��s de esta m��quina, clavados en pie sobre una tabla, y asidos �� pesadas borlas, iban dos grandes levitones que, en uni��n de dos enormes sombreros, serv��an para patentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras simb��licas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida. En la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura ten��a por ��nicos rivales �� las mulas, aunque ��stas sol��an ser m��s racionales que ��l.
Rodaba por otro lado el veh��culo p��blico, tartana calesa �� galera, el carromato tirado por una reata de bestias escu��lidas; y entre todo esto el esportillero con su carga, el mozo con sus cuerdas, el aguador con su cuba, el prendero con su saco y una pila de seis �� siete sombreros en la cabeza, el ciego con su guitarra y el chispero con su sart��n.
Mientras nos detenemos en esta descripci��n, los grupos avanzan hacia la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha, entrada �� un local, que no debe de ser peque?o, pues tiene capacidad para tanta gente. Aqu��lla es la c��lebre _Fontana de Oro, caf�� y fonda_, seg��n el cartel que hay sobre la puerta; es el centro de reuni��n de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la impaciencia y la inspiraci��n, ansiosa de estimular las pasiones del pueblo y de o��r su aplauso irreflexivo. All�� se hab��a constituido un club, el m��s c��lebre �� influyente de aquella ��poca. Sus oradores, entonces ne��fitos exaltados de un nuevo culto, han dirigido en lo sucesivo la pol��tica del pa��s; muchos de ellos viven hoy, y no son por cierto tan amantes del bello principio que entonces predicaban.
Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos j��venes fueron en a?os posteriores. Nuestra historia no pasa m��s ac�� de 1821. Entonces una democracia nacida en los trastornos de la revoluci��n y alzamiento nacional, fundaba el moderno criterio pol��tico, que en cincuenta a?os se ha ido dif��cilmente elaborando. Grandes delirios bastardearon un tanto los nobles esfuerzos de aquella juventud, que tom�� sobre s�� la gran tarea de formar y educar la opini��n que hasta
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