La Fontana de Oro | Page 3

Benito Pérez Galdós
en la hospitalidad forzosa del vecindario.
Enfrente de este portal cl��sico hab��a una puertecilla, y por los dos yelmos de Mambrino, labrados en fin��simo metal del Alcaraz y suspendidos �� un lado y otro, se ven��a en conocimiento de que aquello era una barber��a. Por mucho de notable que tuviera el exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas, adornado con dos vi?etas dignas de Maella, que representaban la una un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama �� quien sangraban en un pie, mucho m��s notable era su interior. Tres mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente las barbas de un centenar de liberales de los m��s recalcitrantes. All�� se discut��a, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso de Verona, de la Santa Alianza. Oir��ais all�� la peroraci��n contundente del oficial primero y m��s antiguo, mozo que se dec��a pariente de Poilier, el m��rtir de la libertad. Al comp��s de la navaja se recitaban versos amenizados con agudezas pol��ticas; y las voces _camarilla, coletilla, tr��gala, Elio, la Bisbal, Vinuesa_, formaban el fondo de la conversaci��n. Pero lo m��s notable de la barber��a m��s notable de Madrid, era su due?o, Gaspar Calleja (se hab��a quitado el Don despu��s de 1820), h��roe de la revoluci��n, y uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el a?o 14. As�� lo dec��a ��l.
M��s lejos estaba la tienda de g��neros de unos irlandeses establecidos aqu�� desde el siglo pasado. Vend��an, juntamente con el raso y el organd��, encajes flamencos y catalanes, alep��n para chalecos, ante para pantalones, corbatas de color de las llamadas guirindolas, y carrikes de cuatro cuellos, que estaban entonces en moda. El patr��n era un irland��s gordo y suculento, de cara encendida, lustrosa y redonda como un queso de Flandes. Ten��a fama de ser un servil��n de �� folio, pero, si esto era cierto, las circunstancias constitucionales del pa��s, y especialmente de la Carrera de San Jer��nimo, le obligaban �� disimularlo. Fund��banse los que tan feo vicio imputaban al irland��s, en que cuando pasaba por la calle la Majestad de Fernando �� Amalia, la Alteza de _mi t��o el doctor_ �� de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente su vara y su escritorio para correr �� la puerta, asom��ndose con ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de ternura y adhesi��n. Pero esto pasaba, y el irland��s volv��a �� su habitual tarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exig��an.
Cerca de la tienda del irland��s se abr��a la puerta de una librer��a, en cuyo mezquino escaparate se mostraban abierto por su primera hoja algunos libros, tales como la _Historia de Espa?a_, por Duchesne; las novelas de Voltaire, traducidas por autor an��nimo; Las noches de Young; el Viajador sensible, y la novela de Arturo y Arabella, que gozaba de gran popularidad en aquella ��poca. Algunas obras de Montiano, Porcell, Arriaza, Olavide, Feij��o, un tratado del lenguaje de las flores y la _Gu��a del comadr��n_, completaban el repertorio.
Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba una tienda de perfumer��a y de bisuter��a con algunos objetos de caza, de tocador y de encina, que todo esto formaban comercio com��n en aquellos d��as. Por entre los botes de pomadas y cosm��ticos; por entre las cajas de alfileres y juguetes, se descubr��a el perfil arqueol��gico de una vieja que era ama, dependiente y aun fabricante de algunas drogas. M��s all�� hab��a otra tienda obscura, estrecha y casi subterr��nea en que se vend��an papel, tinta y cosas de escritorio, am��n de alg��n braguero �� otro aparato ortop��dico de singular forma. En la puerta pend��a colgado de una espetera un manojo de plumas de ganso, y en lo m��s profundo y m��s l��brego de la tienda luc��an como los ojos de un lechuzo en el recinto de una caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatalio Mas, gran jefe de aquel gran comercio.
Enfrente hab��a una tienda de comestibles; pero de comestibles aristocr��ticos. Exist��a all�� un horno c��lebre, que asaba por Navidades m��s de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de perdices y de liebres no ten��a rival; sus pasteles eran celeb��rrimos, y nada igualaba �� los lechoncillos asados que sal��an de aquel gran laboratorio. En d��as de convite, de cumplea?os �� de boda, no encargar los principales platos �� casa de _Perico el Mahon��s_ (as�� le llamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al por menor se vend��an en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra y mantecadas de Astorga.
No lejos de esta tienda se hallaban las sedas, los hilos, los algodones, las lanas, las madejas y cintas de do?a Ambrosia (antes de 1820 la llamaban la t��a Ambrosia), respetable matrona, comerciante en hilado: el exterior de su tienda parec��a la boca esc��nica de
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