La Fontana de Oro | Page 2

Benito Pérez Galdós
el h��medo esca?o de la fuente de Mari-Blanca, punto de reuni��n de un p��blico m��s plebeyo, comprender��a cuan distinto de lo que hoy vemos era lo que ve��an nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo llamar��a su atenci��n que una gran parte de los ociosos, que en aquel sitio se re��nen desde que existe, lo abandonaban �� la ca��da de la tarde para dirigirse �� la Carrera de San Jer��nimo �� �� otra de las calles inmediatas. Aquel p��blico iba �� los clubs, �� las reuniones patri��ticas, �� La Fontana de Oro, al Grande Oriente, �� Lorencini, �� la Cruz de Malta. En los grupos sobresal��an algunas personas que, por su adem��n solemne, su mirada protectora, parec��an ser tenidos en grande estima por los dem��s. Aparentaban querer imponer silencio �� la multitud; otras veces, extendiendo los brazos en cruz, volv��anse atr��s como quien pide atenci��n: todo esto hecho con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande �� presunci��n no peque?a.
La mayor porte se dirig��a �� la Carrera. Es porque all�� estaba el club m��s concurrido, el m��s agitado, el m��s popular de los clubs: La Fontana Se Oro. Ya entraremos tambi��n en el caf�� revolucionario. Antes crucemos, desde el Buen Suceso �� los Italianos, esta alegre y animada Carrera de los Padres Jer��nimos, que era entonces lo que es hoy y lo que ser�� siempre: la calle m��s concurrida de la capital.
Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle est�� formada por viviendas particulares, no pod��is comprender lo que era entonces una v��a p��blica ocupada casi totalmente por los tristes paredones de tres �� cuatro conventos. Imposible es comprender hoy la obscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el ancho pared��n del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia y corro��da tapia del Buen Suceso por otro. M��s all�� formaban en l��nea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que serv��a de prolongaci��n al convento, se ve��an las copas de los cipreses plantados junto �� las tumbas. Enfrente campeaba la ermita de los Italianos, no menos rid��cula entonces que hoy, y m��s abajo, en lo m��s r��pido del declive, el Esp��ritu Santo, que despu��s fu�� Congreso de los Diputados.
Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo m��s bajo de la calle se ve��a la vasta fachada del palacio de Medinaceli, con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su jard��n �� un lado y su fundaci��n piadosa �� otro; enfrente los Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; m��s ac�� los Pandos y Macedas, y, finalmente, la casa de H��jar, que hasta hace poco ostentaba en su puerta la cadena hist��rica, distintivo de la hospitalidad ofrecida �� un monarca. Quedaba para catas particulares, para tiendas y sitios p��blicos la tercera parte de la calle: esto es lo que describiremos con m��s detenci��n, porque es importante dar �� conocer el gran escenario donde tendr��n lugar algunos importantes hechos de esta historia.
Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la Victoria, se hallaba un gran p��rtico, entrada de una antiqu��sima casa que, �� pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del balc��n, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que viv��an hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era indudable; pero fu�� adquirida no sabemos c��mo por la comunidad vecina, que la alquil�� para atender �� sus necesidades. En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por ��l las enormes carrozas de su primitivo se?or, ten��a su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco m��s adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que hab��a venido de Ocafia �� la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su tienda de tres menguados cajoncillos, en que hab��a algunos paquetes de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un gran manojo de rosarios con cruces y medallones de esta?o.
La parte de la izquierda, y especialmente el rinc��n contiguo �� la puerta, era un lugar en que el p��blico ejerc��a un incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la secreci��n p��blica hab��a trocado aquel rinc��n en foco de inmundicia, y especialmente por las noches la ofrenda l��quida aumentaba de tal modo, que el escribiente y su hermano hac��an prop��sito firme de abandonar el local. En vano se amonestaba al p��blico con terribles pragm��ticas de polic��a urbana, promulgadas por la autorizada voz del memorialista. El p��blico no renunciaba por esto �� su costumbre, y de seguro lo habr��an pasado mal los dos hermanos si hubieran tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada por un derecho consuetudinario que, seg��n la feliz expresi��n de un parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y
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