suelo, como quien nada tiene que ver ni partir con lo que a su alrededor acaece. Por eso, hasta llegar a la calle de Jorge Juan, no advirti�� la presencia de un joven que desde la acera contraria y caminando a la par con ella la miraba con m��s admiraci��n a��n que curiosidad. Al llegar aqu��, sin saber por qu��, levant�� la cabeza y sus ojos se encontraron con los de su admirador. Un movimiento bien perceptible de disgusto sigui�� a tal encuentro. La frente de la dama se frunci�� con m��s severidad y se acentu�� la altiva expresi��n de sus ojos. Apret�� un poco el paso: y al llegar a la calle del Conde de Aranda se detuvo y mir�� hacia atr��s, con objeto sin duda de ver si llegaba un tranv��a. El mancebo no se atrevi�� a hacer lo mismo: sigui�� su camino, no sin dirigirla vivas y codiciosas ojeadas, a las que la gentil se?ora no se dign�� corresponder. Lleg�� al fin el coche, mont�� en ��l dejando ver, al hacerlo, un primoroso pie calzado con botina de tafilete, y fu�� a sentarse en el rinc��n del fondo. Como si se contemplase segura y libre de miradas indiscretas, sus ojos se fueron serenando poco a poco y se posaron con indiferencia en las pocas personas que en el carruaje hab��a; mas no desapareci�� del todo la sombra de preocupaci��n esparcida por su rostro, ni el gesto de desd��n que hac��a imponente su hermosura.
El juvenil admirador no hab��a renunciado a perderla de vista. Sigui��, cierto, por la calle de Recoletos abajo; mas en cuanto vi�� cruzar el tranv��a se agarr�� bonitamente a ��l y subi�� sin ser notado. Y procurando que la dama no advirtiese su presencia, ocult��ndose detr��s de otra persona que hab��a de pie en la plataforma, se puso con disimulo a contemplarla con un entusiasmo que har��a sonre��r a cualquiera. Porque era grande la diferencia de edad que hab��a entre ambos. Nuestro muchacho aparentaba unos diez y ocho a?os. Su rostro imberbe, fresco y sonrosado como el de una damisela; el cabello rubio; los ojos azules, suaves y tristes. Aunque vestido con americana y hongo, por su traje revelaba ser una persona distinguida. Iba de riguroso luto, lo cual realzaba notablemente la blancura de su tez. Por esa influencia magn��tica que los ojos poseen y que todos han podido comprobar, nuestra dama no tardo mucho tiempo en volver los suyos hacia el sitio donde el joven vibraba rayos de admiraci��n apasionada. Torn�� a nublarse su rostro; volvi�� a advertirse en sus labios un movimiento de impaciencia, como si el pobre chico la injuriase con su adoraci��n. Y ya desde entonces empez�� claramente a dar se?ales de hallarse molesta en el coche, moviendo la hermosa cabeza ora a un lado, ora a otro, con visibles deseos de apearse. Mas no lo hizo hasta llegar a San Jos��, frente a cuya iglesia hizo parar y baj��, pasando por delante de su perseguidor con una expresi��n de fiero desd��n capaz de anonadarle.
O muy temerario era o muy poca verg��enza deb��a de tener ��ste cuando salt�� a la calle en pos de ella y comenz�� a seguirla por la del Caballero de Gracia, caminando por la acera contraria para mejor disfrutar de la figura que tanto le apasionaba. La dama segu��a lentamente su marcha haciendo volver la cabeza a cuantos hombres cruzaban a su lado. Era su paso el de una diosa que se digna bajar por un momento del trono de nubes para recrear y fascinar a los mortales, que al mirarla se embeb��an y daban fuertes tropezones.
--?Madre m��a del Amparo, qu�� mujer!--exclam�� en voz alta un cadete agarr��ndose a su compa?ero como si fuese a desmayarse del susto.
La hermosa no pudo reprimir una lev��sima sonrisa, a cuya luz se pudo percibir mejor la peregrina belleza de que estaba dotada. En carruaje descubierto bajaban dos caballeros que le dirigieron un saludo reverente, al cual respondi�� ella con una imperceptible inclinaci��n de cabeza. Al llegar a la esquina, en la misma red de San Luis, se detuvo vacilante, mir�� a todas partes, y percibiendo otra vez al rubio mancebo le volvi�� la espalda con ostensible desprecio y comenz�� a descender con m��s prisa por la calle de la Montera, donde su presencia caus�� entre los transeuntes la misma emoci��n. Tres o cuatro veces se detuvo delante de los escaparates aunque se advert��a que m��s que por curiosidad se paraba por el estado nervioso en que la persecuci��n tenaz del jovencito la hab��a puesto. Cerca de la Puerta del Sol, sin duda para huirla, resolvi��se a entrar en la joyer��a de Marabini. Sent��se con negligencia en una silla, levant�� un poquito el velo del sombrero y se puso a examinar con distracci��n las joyas reci��n llegadas que el dependiente de
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