La Espuma

D. Armando Palacio Valdés

La Espuma, by D. Armando Palacio Vald��s

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Title: La Espuma Obras completas de D. ARMANDO PALACIO VALD��S, Tomo VII
Author: D. Armando Palacio Vald��s
Release Date: March 9, 2004 [EBook #11529]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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LA ESPUMA

OBRAS COMPLETAS
DE
D. ARMANDO PALACIO VALD��S
TOMO VII
LA ESPUMA
1922

I
#Presentaci��n de la far��ndula.#
A las tres de la tarde el sol enfilaba todav��a sus rayos por la calle de Serrano ba?��ndola casi toda de viva y rojiza luz, que her��a la vista de los que bajaban por la acera de la izquierda m��s poblada de casas. Mas como el fr��o era intenso, los transeuntes no se apresuraban a pasar a la acera contraria en busca de los espacios sombreados: prefer��an recibir de lleno en el rostro los dardos solares, que al fin, si molestaban, tambi��n calentaban. A paso lento y menudo, con el manguito de rica piel de nutria puesto delante de los ojos a guisa de pantalla, bajaba a tal hora y por tal calle una se?ora elegantemente vestida. Tras s�� dejaba una estela perfumada que los tenderos plantados a la puerta de sus comercios aspiraban extasiados, siguiendo con la vista el foco de donde part��an tan gratos efluvios. Porque la calle de Serrano, con ser la m��s grande y hermosa de Madrid, tiene un car��cter marcadamente provincial: poco tr��fago; tiendas sin lujo y destinadas en su mayor��a a la venta de los art��culos de primera necesidad; los ni?os jugando delante de las casas; las porteras sentadas formando corrillos, departiendo en voz alta con los mancebos de las carnicer��as, pescader��as y ultramarinos. As�� que, no era f��cil que la gentil��sima dama pasara inadvertida como en las calles del centro. Las miradas de los que cruzaban como de los que se estaban quietos pos��banse con complacencia en ella. Se hac��an comentarios sobre los primores de su traje por las comadres, y se dec��an chistes espantosos por los nauseabundos mancebos, que hac��an prorrumpir en rugidos de gozo b��rbaro a sus compa?eros. Uno de los m��s salvajes y pringosos verti�� en su o��do, al cruzar, una de esas brutalidades que enrojecer��a s��bito el cutis terso de una miss inglesa y le har��a llamar al policeman y hasta quiz�� pedir una indemnizaci��n. Pero nuestra valiente espa?ola, curada de melindres, no pesta?e�� siquiera: con el mismo paso menudo y vacilante de quien pisa pocas veces el polvo de la calle, continu�� su carrera triunfal. Porque lo era a no dudarlo. Nadie pod��a mirarla sin sentirse pose��do de admiraci��n, m��s a��n que por su lujoso arreo, por la belleza severa de su rostro y la gallard��a de la figura. Llegar��a bien a los treinta y cinco a?os. El tipo de su rostro extremadamente original. La tez, morena bronceada; los ojos azules; los cabellos de un rubio ceniciento. Pocas veces se ve tan extra?a mezcla de razas opuestas en un semblante. Si a alguna se inclinaba era a la italiana, donde tal que otra, suele aparecer esta clase de figuras que semejan ladies inglesas cocidas por el sol de N��poles. En ciertos cuadros de Rafael hay algunas que pueden dar idea de la de nuestra dama.
La expresi��n predominante de su rostro en aquel momento era la de un orgulloso desd��n. A esto contribu��a quiz�� la luz del sol, que le obligaba a fruncir su frente tersa y delicada. Hay que confesarlo; en aquel rostro no hab��a dulzura. Debajo de sus l��neas correctas y firmes se adivinaba un esp��ritu altivo, sin ternura. Aquellos ojos azules no eran los serenos y l��mpidos que sirven de complemento adorable a ciertas fisonom��as virginales que pueden admirarse alguna vez en nuestro pa��s y m��s a menudo en el norte de Europa. Estaban hechos, sin duda, para expresar un tropel de vivas y violentas pasiones. Quiz�� alguna vez tocara su turno al amor ardiente y apasionado, pero nunca al humilde y mudo que se resigna a morir ignorado. Llevaba en la cabeza un sombrero apuntado, de color rojo, con peque?o y claro velo, rojo tambi��n, que le llegaba solamente a los labios Los reflejos de este velo contribu��an a dar al rostro el matiz extra?o que impresionaba a los que a su lado cruzaban. Vest��a rico abrigo de pieles, con traje de seda del color del sombrero, cubierta la falda por otra de tul o granadina, que era por entonces la ��ltima moda.
Llevaba, como hemos dicho, el manguito levantado a la altura de los ojos: ��stos posados en el
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