respetuosa pasión
de su dueño. Estrechaba después el cerco intimando en la casa,
trayendo confites a los niños, comprándoles juguetes y libros de
estampas, llevándoles alguna vez a almorzar. Se hacía querer de los
criados con regalos oportunos. Venía después el asalto; la carta o la
declaración verbal. Aquí desplegaba nuestro general una osadía y un
arrojo singulares que, contrastaban notablemente con la prudencia y
habilidad del cerco. Esta complejidad de aptitudes ha caracterizado
siempre a los grandes capitanes, Alejandro, César, Hernán Cortés,
Napoleón.
Los años no conseguían ni calmar su pasión por las altas empresas ni
mermar sus extraordinarias facultades. O por mejor decir lo que perdía
en vigor ganábalo en arte, con lo que se restablecía el equilibrio en
aquel privilegiado temperamento. Mas la fortuna, según ha tenido a
bien comunicar a varios filósofos, se niega a ayudar a los viejos. El
insigne capitán había experimentado en los últimos tiempos algunos
descalabros que no podían atribuirse a falta de previsión o valor, sino a
la versatilidad de la suerte. Dos jóvenes casadas le habían dado
calabazas consecutivamente. Como sucede a todos los hombres de
verdadero genio en quien los reveses no producen desmayos femeniles,
antes sirven para concentrar y vigorizar las fuerzas de su espíritu.
Patiño no lloró como Augusto sobre sus legiones. Pero meditó, y
meditó largamente. Y su meditación fué de fecundos resultados. Un
nuevo plan estratégico, asombroso como todos los suyos, surgió del
torbellino de sus pensamientos elevados. Dándose cuenta perfecta del
estado y cantidad de sus fuerzas de ataque y calculando con admirable
precisión el grado de resistencia que podían ofrecerle sus dulces
enemigos, comprendió que no debía atacar las plazas nuevas, cuyas
fortificaciones son siempre más recias, sino aquellas que por su
antigüedad empezasen ya a desmoronarse. Tal viva penetración del arte
y tal destreza en la ejecución como el general poseía, anunciaban desde
luego la victoria. Y, en efecto, a consecuencia del nuevo y acertado
plan de ataque, comenzaron a rendirse una en pos de otra, a sus armas,
no pocas bellezas de las mejor sazonadas y maduras de la capital. Y en
los brazos de estas Venus de plateados cabellos siguió recogiendo el
merecido premio a su prudencia y bravura.
Como el cartaginés Aníbal, Patiño sabía variar en cada ocasión de
táctica, según la condición y temperamento del enemigo. Con ciertas
plazas convenía el rigor, desplegar aparato de fuerza. En otras era
necesario entrar solapadamente sin hacer ruido. A una dama le gustaba
el aspecto marcial y varonil del conquistador; se deleitaba escuchando
las memorables jornadas de Garravillas y Jarandilla, cuando iba
persiguiendo a los sublevados. A otra le placa oirle disertar en estilo
correcto con su hermosa voz de gola, acerca de los problemas políticos
y militares. A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa
melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe
tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este
delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus
famosas conquistas. Arrastraba las notas de un modo irresistible,
indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso
temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor. Y
por si este arrastre oportunísimo de las notas no lo decía con toda
claridad, corrobóralo un alzar de pupilas y meterlas en el cogote,
dejando descubierto sólo el blanco de los ojos, cuando llegaba al punto
álgido o patético de la melodía, que realmente era para impresionar a
cualquier belleza por áspera que fuese.
La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo
general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la
señora de Calderón, aunque ésta no daba señales de advertirlo. Jamás
en sus muchas y brillantes campañas se le había presentado un caso
semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses cañonazos
y más cañonazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y
permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen
bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a
quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.
--Cállese usted, pícaro. ¡Buen pez debió usted de haber sido en sus
buenos tiempos!
Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que
pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso
talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.
--¿Cuándo te han comprado esa pulsera?--preguntó Pacita a Esperanza,
reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.
--Me la ha regalado el general hace unos días.
--¡Ah! ¿El general, por lo visto, te hace muchos regalos?--dijo la de
Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.
--Sí; es muy bueno, siempre nos trae regalos. A mi hermanito le ha
comprado una medalla preciosa.
--¿Y a tu mamá no le hace regalos?
--También.
--¿Y qué dice tu
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