papá?
--¿Mi papá?--exclamó la niña levantando los ojos con sorpresa--, ¿qué
ha de decir?
Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas.
--Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a
Esperanza.
La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el
brazo de Esperanza la examinó con curiosidad.
--Es muy bonita. ¿Te la ha regalado el general?--preguntó cambiando al
mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.
--Aquí está Ramoncito--dijo Esperanza volviendo los ojos a la puerta.
--¡Ah! Ramoncito Maldonado.
Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la
nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos
jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar con
desembarazo a todos, apretándoles la mano con leve sacudida y
acercándola al pecho, del modo extravagante que se hace algunos años
entre los pisaverdes madrileños. En cuanto él entró esparcióse por la
habitación un perfume penetrante.
--¡Jesús, qué peste!-exclamó por lo bajo Pepa Frías después de darle la
mano-. ¡Qué afeminado es este Ramoncito!
--¡Hola, barbián!-dijo el joven tomando de la barba con gran
familiaridad a Pinedo-. ¿Qué te has hecho ayer? Pepe Castro ha
preguntado por ti....
--¿Ha preguntado por mí Pepe Castro? ¡Tanto honor me confunde!
Causaba cierta sorpresa ver a Maldonado tutear a un hombre ya entrado
en años y de venerable aspecto. Todos los mozalbetes del Club de los
Salvajes hacían lo mismo, sin que Pinedo se diese por ofendido.
--Ahí tienes a Mariana--siguió éste--que acaba de hablar perrerías de ti,
y con razón.
--¿Pues?
--No haga usted caso, Ramoncito--exclamó la señora de Calderón
asustada.
--Y Pepa también.
--¿Usted, Pepa?-preguntó el mancebo queriendo demostrar
desembarazo, pero inquieto en realidad, porque la de Frías era con
razón temida.
--Yo, sí. Vamos a cuentas, Ramoncito, ¿qué se propone usted echando
sobre sí tanto perfume? ¿Es que pretende usted seducirnos a todas por
el órgano del olfato?
--Por cualquier órgano me agradaría seducir a usted, Pepa. La tertulia
celebró la respuesta. Se oyó una espontánea carcajada. Pacita la había
soltado. Su mamá se mordió los labios de ira y encargó a la hija que
tenía más cerca que hiciese presente a la otra, para que a su vez lo
comunicase a la menor, que era una desvergonzada y que en llegando a
casa se verían las caras.
--¡Hombre, bien! choque usted--exclamó la de Frías, dando la mano a
Ramoncito-. Es la única frase regular que le he oído en mi vida.
Generalmente no dice usted más que tonterías.
--Muchas gracias.
--No hay de qué.
--Ya hemos leído la pregunta que usted hizo en el Ayuntamiento,
Ramoncito--dijo la señora de Calderón, mostrándose amable para
desvirtuar la acusación de Pinedo.
--¡Ps! cuatro palabrejas.
--Por ahí se empieza, joven--manifestó Calderón con acento Protector.
--No; no se empieza por ahí--dijo gravemente Pinedo--. Se empieza por
rumores. Luego vienen las interrupciones.... (¡Es inexacto!
¡Pruébemelo su señoría! La culpa es de los amigos de su señoría.) En
seguida llegan los ruegos y las preguntas. Después la explicación de un
voto particular o la defensa de una proposición incidental. Por último,
la intervención en los grandes debates económicos.... Pues bien. Ramón
se encuentra ya en la tercer categoría, en la de los ruegos.
--Gracias, Pinedito, gracias--respondió el joven algo amoscado--.Pues
ya que he llegado a esa categoría, te ruego que no seas tan guasón.
--¡Hombre, tampoco está mal eso!--exclamó Pepa Frías con asombro--.
Ramoncito, va usted echando ingenio.
El joven concejal fué a sentarse entre la niña de la casa y la menor de
Alcudia, que se apartaron de mala gana para dejarle introducir su silla.
Este Maldonado, muchacho de buena familia, no enteramente
desprovisto de bienes de fortuna y elegido recientemente concejal por
la Inclusa, dirigía desde hace algún tiempo sus obsequios a la niña de
Calderón. Era un matrimonio bastante proporcionado, al decir de los
amigos. Esperanza sería más rica que Ramoncito, porque la hacienda
de D. Julián era sólida y considerable; pero aquél, que tampoco estaba
en la calle, tenía ya comenzada con buenos auspicios su carrera política.
Los padres de la chica ni se oponían ni alentaban sus pretensiones. Con
el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la
atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad
de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en
efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la
sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el
teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de
una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración.
No era lo peor esto, sino que la niña, tan apagada de genio, tan tímida y
silenciosa ordinariamente, sólo con él era atrevida y desenfadada,
autorizándose bromitas más o

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