La Espuma | Page 7

D. Armando Palacio Valdés
con sonrisa galante--que por
más que diga, usted tiene afición a los negocios.

--¿Imagina usted? ¡Qué raro!
--No tengo tanta imaginación como usted, pero alguna sí--respondió el
general un poco molestado por la risa que la frase de Pepa había
producido.
Esta Pepa era una mujer que gozaba fama de chistosa en sociedad,
aunque realmente su gracia se confundía a menudo con la desvergüenza.
Hablar siempre con rostro enojado, llamar a las cosas por su nombre,
por crudo que fuese, decir una fresca al lucero del alba; tales eran las
cualidades que habían logrado darle popularidad en los salones. Había
quedado viuda bastante joven, con dos hijos, un varón que había
seguido la carrera de marino y que a la sazón estaba navegando, y una
hija a quien había casado hacía un año. Su marido había sido
comerciante, y en los últimos años jugaba en la Bolsa con fortuna. En
esta temporada, Pepa contrajo la misma pasión. Una vez viuda siguió
alimentándola. La prudencia, o por mejor decir la timidez que
caracteriza a las mujeres en los negocios, la habían librado de la ruina,
que suele ser, tarde o temprano, inevitable para los apasionados al
juego. Algo se había mermado su fortuna, pero aún disfrutaba de un
envidiable bienestar.
--Pepa, el asunto marcha admirablemente--dijo Pinedo--. De Zaragoza
han pedido un volcán y en la Coruña ha resuelto el Ayuntamiento
establecer dos, al oriente y al poniente de la ciudad.
--Me alegro, me alegro muchísimo. ¿De manera que no suelto las
acciones?
--Nunca; el sindicato tiene seguridad de que antes de un mes subirán a
trescientos.
Los pocos que estaban en la broma rieron. Los demás fijaron en ellos
sus ojos con curiosidad.
--¿Qué es eso de los volcanes, Pinedo?--preguntó la esposa de
Calderón.

--Señora, se ha formado una sociedad para establecer volcanes en las
poblaciones.
--¡Ah! ¿Y para que sirven esos volcanes?
--Para la calefacción, y además como objeto de adorno.
Todos comprendieron ya la burla menos la linfática señora, que siguió
preguntando con interés los pormenores del negocio. Los tertulios reían,
hasta que Calderón, entre risueño y enojado, exclamó:
--¡Pero mujer, no seas tan cándida! ¿No ves que es una guasa que se
traen Pepa y Pinedo?
Estos protestaron afectando gran formalidad, pero la primera dijo al
oído del segundo:
--Si será pánfila esta Mariana, que hace ya tres meses que el general
Cruzalcobas le está haciendo el amor y aún no se ha enterado.
Así llamaba Pepa al general Patiño, y no sin fundamento. A pesar de su
apuesta figura un tanto averiada, y de su continente marcial, Patiño era
un veterano falsificado. Sus grados habían sido ganados sin derramar
una gota de sangre. Primero como ayo instructor del arte militar de una
persona real; miembro después de algunas comisiones científicas, y
empleado últimamente en el ministerio de la Guerra, cultivando la
amistad de todos los personajes políticos; diputado varias veces;
senador por fin y ministro del Tribunal Supremo de Guerra y Marina,
no había estado en el campo de batalla sino persiguiendo a un general
revolucionario, y eso con firme propósito de no alcanzarle nunca.
Como había viajado un poco y se jactaba de haber visto todos los
adelantos del arte de la guerra, pasaba por militar instruído. Estaba
suscrito a dos o tres revistas científicas; citaba en las tertulias, cuando
se tocaba a su profesión, algunos nombres alemanes; para discutir
empleaba un tono enfático y sacaba voz de gola que imponía respeto a
los oyentes. Pero la verdad es que las revistas se quedaban siempre por
abrir sobre la mesa de noche, y los nombres alemanes, aunque bien
pronunciados, no eran más que sonidos en su boca. Preciábase de

militar a la moderna por esto y por vestir siempre de paisano. Amaba
las artes, sobre todo la música: abonado constante al teatro Real y a los
cuartetos del Conservatorio. Amaba también las flores y las mujeres,
muy especialmente a la mujer del prójimo. Era catador insaciable de la
fruta del cercado ajeno. Su vida se deslizaba modesta y feliz, regando
las gardenias de su jardincito de la calle de Ferraz y seduciendo a las
esposas de los amigos. Hacía esto último por vocación, como se deben
hacer las cosas, y ponía en ello todo el empeño y concentraba todas las
fuerzas de su lúcida inteligencia, lo cual es de absoluta necesidad para
hacer algo grande y provechoso en el mundo. Sus conocimientos
estratégicos, que no había tenido ocasión de aplicar en el campo de
batalla, servíanle admirablemente para entrar a saco en el corazón de
las bellas damas de la corte. Bloqueaba primero la plaza con miradas
lánguidas, acudiendo a los teatros, al paseo, a las iglesias que ellas
frecuentaban. En todas partes el sombrero flamante y reluciente de
Patiño se agitaba en el aire declarando la ardiente y
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