La Espuma | Page 5

D. Armando Palacio Valdés
esto se oyó un resuello débil, como de risa reprimida con
trabajo. Era la última niña de la marquesa de Alcudia, a quien su mamá
dirigió una mirada pulverizante. La fisonomía de la niña volvió
instantáneamente a su primitiva expresión tímida y modesta.
--Es una opinión ...--respondió Pinedo, inclinándose respetuosamente.

Este Pinedo, que ocupaba uno de los cuartos terceros de la misma casa
propiedad de Calderón, desempeñaba un empleo de bastante
importancia en la Administración pública. Los vaivenes de la política
no lograban arrancarle de él. Tenía amigos en todos los partidos, sin
que se hubiese jamás decidido por ninguno. Hacía la vida del hombre
de mundo; entraba en las casas más aristocráticas de la corte; trataba
familiarmente a la mayoría de los personajes de la banca y la política;
era socio antiguo del Club de los Salvajes, donde se placa en bromear
todas las noches con los jóvenes aristócratas que allí se reunían,
quienes le trataban con harta confianza que no pocas veces degeneraba
en grosería. Era hombre afable, inteligente, muy corrido y experto en el
trato de los hombres; tolerante con toda clase de vanidades por el
mismo desprecio que sentía hacia ellas. No obstante, con la apariencia
de hombre cortés e inofensivo, guardaba en el fondo de su alma un
fondo satírico que le servía para vengarse lindamente, con alguna frase
incisiva y oportuna, de las demasías de sus amiguitos los sietemesinos
del Club. Estos le profesaban una mezcla de afecto, desprecio y miedo.
Nadie conocía su procedencia, aunque se daba por seguro que había
nacido en humilde cuna. Unos le hacían hijo de un carnicero de Sevilla;
otros le declaraban granuja de la playa de Málaga en su juventud. Lo
que se sabía de positivo, era que hacía ya muchos años había aparecido
en Madrid como parásito de un título andaluz, el cual, después de haber
disipado su fortuna, se saltó los sesos. En la compañía de éste, nuestro
Pinedo adquirió gran número de relaciones útiles, llegó a conocer y
tratar a toda la gente que hacía viso, entre la cual era popular. Tenía el
buen tacto de echarse a un lado cuando tropezaba con un hombre
inflado y soberbio, dejándole paso. No excitaba los celos de nadie y
esto es medio seguro de no ser aborrecido. Al mismo tiempo su ingenio,
su carácter socarrón, que procuraba mantener siempre dentro de ciertos
límites, despertaba a menudo la alegría en las tertulias; bastaba para
darle en ellas cierta significación, que de otro modo no hubiera
disfrutado.
No tenía más familia que una hija de diez y ocho años llamada Pilar. Su
mujer, a quien nadie conoció, había muerto muchos años hacía. Su
sueldo era de cuarenta mil reales, y con él vivían económicamente
padre e hija, en el tercero que Calderón les dejaba por veintidós duros

al mes. Los gastos mayores de Pinedo eran de representación. Como
frecuentaba una sociedad muy superior a la que, dada su posición, le
correspondía, era preciso vestir con elegancia y asistir a los teatros.
Comprendiendo la necesidad absoluta de seguir cultivando sus
relaciones, que eran las pilastras en que su empleo se sustentaba,
imponíase tales dispendios sin vacilar, ahorrándolo en otras partidas del
presupuesto doméstico. Vivía, pues, en situación permanente de
equilibrio. El empleo le permitía frecuentar la sociedad de los
prepotentes, mientras éstos le ayudaban inconscientemente a
mantenerse en el empleo. Ningún ministro se atrevía a dejar cesante a
un hombre con quien iba a tropezar en todas las tertulias y saraos de la
corte. Luego Pinedo tenía el honor de hablar alguna vez con las
personas reales: ciertas frases suyas corrían por los salones y se
celebraban más quizá de lo que merecían, por lo mismo que en los
salones suele haber poco ingenio: tiraba bastante bien con carabina y
con pistola y era inteligentísimo y poseía una copiosa biblioteca tocante
al arte culinario. Los más altos personajes se sentían lisonjeados
cuando oían decir que Pinedo elogiaba a su cocinero.
--¿Cuándo has estado en el colegio, Pacita?--le preguntó en voz baja
Esperanza a la menor de la marquesa de Alcudia.
--Pues el viernes; ¿no sabes que mamá nos lleva todos los viernes a
confesar? ¿Y tú?
--Yo hace lo menos tres semanas que no he estado. Mamá y yo nos
confesamos cada mes.
--¿Y se conforma con eso el padre Ortega?
--A mí no me dice nada.... No sé si a mamá....
--No le dirá, no: ya sabe muy bien dónde pone el pie. ¿Has visto a las
de Mariani?
--Sí; hace pocos días, en el Retiro.
--¿No sabes que María se ha echado un novio?

--No me ha dicho nada.
--Sí, de caballería ... hijo del brigadier Arcos.... ¡Un tío más
desgalichado! Feo no es; pero le tiemblan las piernas cuando anda
como si saliese del hospital.... Ya ves, como la
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