sombreros, mientras Esperancita (que así nombraban a la
hija de los amos) andaba con su cabecita redonda al descubierto. El
traje una matinée azul, demasiadamente corta para sus años. Los
señores de Calderón solo tenían esta hija y un niño de dos años. Frente
a la señora, reclinado en una butaca igual, estaba el general Patiño,
conde de Morillejo. Hállase entre los cincuenta y sesenta, pero
conserva en sus ojos el fuego de la juventud; sus cabellos grises están
esmeradamente peinados, los largos bigotes a lo Víctor Manuel, la
perilla apuntada, la nariz aguileña le dan un aspecto simpático y
gallardo. Es el tipo perfecto del veterano aristócrata. A su lado, en otra
butaca, estaba Calderón, hombre de unos cincuenta años, grueso, de
cara redonda y sonrosada, adornada por cortas patillas grises; los ojos
redondos, vagos y mortecinos. Cerca de él una señora anciana, que era
la madre de la esposa de Calderón, aunque mucho se diferenciaba de
ella en el rostro y la figura: delgada al punto de no tener más que la piel
sobre los huesos, morena, ojos hundidos y penetrantes, revelando en
todos los rasgos de su fisonomía inteligencia y decisión. Hablando con
ella está Pinedo, el inquilino del cuarto tercero. Aunque su bigote no
tiene canas, se adivina fácilmente que está teñido: su rostro es el de un
hombre que anda cerca de los sesenta: fisonomía bonachona, ojos
saltones que se mueven con viveza, como los que poseen un
temperamento observador. Viste con elegancia y manifiesta
extraordinaria pulcritud en toda su persona.
Al ver en la puerta a nuestra bellísima dama, la tertulia se conmovió.
Todos se alzan del asiento, excepto la señora de Calderón, en cuyo
rostro parado se dibujó una vaga sonrisa de placer.
--¡Ah, Clementina! ¡Qué milagro el verte por aquí, mujer!
La dama se adelantó sonriente, y mientras besaba a las señoras y daba
la mano a los caballeros, respondía a la cariñosa reprensión de su
cuñada.
--¡Anda! Aplícate la venda, hija, tú que no pareces por mi casa más que
por semestres.
--Yo tengo hijos, querida.
--¡Miren ustedes qué disculpa! Yo también los tengo.
--En Chamartín.
--Bueno; el tener hijos no te priva de ir al Real y al paseo.
Clementina se sentó entre su cuñada y la marquesa de Alcudia. Los
demás volvieron a ocupar sus asientos.
--¡Ay, hija!--exclamó aquélla respondiendo a la última frase.--¡Si vieras
qué catarrazo he pillado la otra noche en el teatro! El tonto de
Ramoncito Maldonado es el que ha tenido la culpa. Con tanto saludo y
tanta ceremonia, no acababa de cerrar la puerta del palco. Aquel aire
colado se me metió en los huesos.
--Ha tenido fortuna ese aire--manifestó con sonrisa galante el general
Patiño.
Todos sonrieron menos la interesada, que le miró con sorpresa abriendo
mucho los ojos.
--¿Cómo fortuna?
Fué necesario que el general le diese la galantería mascada; sólo
entonces la pagó con una sonrisa.
--¿No es verdad que ha estado muy bien Gayarre?--dijo Clementina.
--¡Admirable! como siempre--respondió su cuñada.
--Yo le encuentro falto de maneras--expresó el general.
--¡Oh, no, general!... Permítame usted....
Y se empeñó una discusión sobre si el famoso tenor poseía o no poseía
el arte escénico, si era o no elegante en su vestir. Las señoras se
pusieron de su parte. Los caballeros le fueron adversos.
Del tenor pasaron a la tiple.
--Es toda una hermosa mujer--dijo el general con la seguridad y el
acento convencido de un inteligente.
--¡Oh!--exclamó Calderón.
--Pues yo encuentro a la Tosti bastante ordinaria, ¿no le parece a usted,
Clementina?
Esta corroboró la especie.
--No diga usted eso, marquesa; el que una mujer sea alta y gruesa no
indica que sea ordinaria, si tiene arrogancia en el porte y distinción en
las maneras--se apresuró a decir el general, echando al mismo tiempo
una miradita a la señora de Calderón.
--Ni yo sostengo eso, general; no tome usted el rábano por las
hojas--manifestó la marquesa con extraordinaria viveza, atacando
después con brío y un poquillo irritada la gracia y buen talle de la tiple.
Generalizóse la disputa, y sucedió lo contrario que en la anterior. Los
caballeros se mostraron benévolos con la cantante mientras las señoras
le fueron hostiles. Pinedo la resumió, diciendo en tono grave y solemne,
donde se notaba, sin embargo, la socarronería:
--En la mujer, las buenas formas son más esenciales que en el hombre.
Clementina y el general cambiaron una sonrisa y una mirada
significativas. La marquesa miró al pulcro caballero con dureza y
después se volvió rápidamente hacia sus hijas, que seguían con los ojos
bajos, en la misma actitud rígida y silenciosa de siempre. Pinedo
permaneció grave e indiferente, como si hubiese dicho la cosa más
natural del mundo.
--Pues yo, amigo Pinedo, creo que los hombres deben tener también
buenas formas--manifestó la pánfila señora de Calderón.
Al decir
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