una silla, levantó un poquito el velo del sombrero y se
puso a examinar con distracción las joyas recién llegadas que el
dependiente de la tienda fué exhibiendo. Era lo peor que pudo hacer
para librarse de las miradas de su adolescente adorador. Porque éste,
con toda comodidad, sobre seguro, se las enfilaba por los cristales del
escaparate con una insistencia que la encolerizaba cada vez más.
La verdad es que aquella tiendecita primorosamente adornada, donde
brillaban por todas partes los metales y las piedras preciosas, era digno
aposento para la bella; el estuche que mejor convenía a joya tan
delicada. Así debió de pensarlo el joven rubio, a juzgar por el éxtasis
apasionado de sus ojos y la inmovilidad marmórea de su figura. Al fin
la dama, no pudiendo vencer la irritación que esto la producía, alzóse
bruscamente de la silla y despidiéndose con una frase seca del
dependiente, que le guardaba extraordinarias consideraciones, salió del
comercio y llegó hasta la Puerta del Sol a toda prisa. Aquí se detuvo;
luego dió algunos pasos hacia un coche de punto, como si fuese a entrar
en él; pero de pronto cambió de rumbo, y con paso firme se dirigió
hacía la calle Mayor, escoltada siempre y no de lejos por el joven. Al
llegar a la mitad de ella próximamente, entró en una casa de suntuosa
apariencia, no sin lanzar antes una rápida y furibunda mirada a su
perseguidor, que la recibió con entera y rara serenidad.
El portero, que estaba plantado en el umbral atusándose gravemente sus
largas patillas, despojóse vivamente de la gorra, le hizo una profunda
reverencia y corrió a abrir la puerta de cristales que daba acceso a la
escalera, apretando en seguida el botón de un timbre eléctrico. Subió
lentamente la escalera alfombrada, y al llegar al principal la puerta
estaba ya abierta y un criado con librea al pie de ella esperando.
La casa pertenecía al Excmo. Sr. D. Julián Calderón, jefe de la casa de
banca Calderón y Hermanos, el cual ocupaba todo el principal de ella,
sirviéndose por escalera distinta de los demás pisos, que tenía
alquilados. Este Calderón era hijo de otro Calderón muy conocido en el
comercio de Madrid, negociante al por mayor en pieles curtidas, que
con ellas había hecho una buena fortuna y que en los últimos años de su
vida la había acrecentado, dedicándose, a la par que al comercio, al giro
y descuento de letras. Fallecido él, su hijo Julián continuó su obra sin
apartarse un punto, manejando con el suyo el haber de sus dos
hermanas casadas, la una con un médico, la otra con un propietario de
la Mancha. A su vez estaba casado, bastantes años hacía, con la hija de
un comerciante de Zaragoza, llamado D. Tomás Osorio, padre también
del conocido banquero madrileño del mismo nombre, que tenía su hotel
con honores de palacio en el barrio de Salamanca, calle de Ramón de la
Cruz. La hermosa dama que acaba de entrar en la casa es la esposa de
este banquero, y hermana política, por lo tanto, de la señora de
Calderón.
Pasó por delante del criado sin aguardar a que éste la anunciase, avanzó
resueltamente como quien tiene derecho a ello, atravesó tres o cuatro
grandes estancias lujosamente decoradas, y alzando ella misma la rica
cortina de raso con franja bordada, entró en una habitación más
reducida donde se hallaban congregadas varias personas. En el sillón
más próximo a la chimenea estaba arrellanada la señora de la casa,
mujer de unos cuarenta años, gruesa, facciones correctas, ojos negros,
grandes y hermosos, pero sin luz, la tez blanca, los cabellos de un
castaño claro excesivamente finos. Al lado de ella, en una butaquita,
estaba otra señora, que formaba contraste con ella; morena, delgada,
menuda, de extraordinaria movilidad, lo mismo en sus ojillos
penetrantes que en toda su figura. Era la marquesa de Alcudia, de la
primer nobleza de España. Las tres jóvenes que sentadas en sillas
seguían la fila, eran sus hijas, muy semejantes a ella en el tipo físico, si
bien no la imitaban en la movilidad: rígidas y silenciosas, los ojos bajos,
con modestia y compostura tan afectadas, que pronto se echaba de ver
el régimen severo a que las tenía sometidas su viva y nerviosa mamá.
Con una de ellas hablaba de vez en cuando en voz baja la hija de los
señores de Calderón, niña de catorce o quince años, carirredonda, de
ojos pequeños, nariz arremolachada y algunos costurones en el cuello,
pregoneros de un temperamento escrofuloso. Esta niña gastaba aún los
cabellos trenzados, con un lacito en la punta de la trenza, lo mismo que
la última de las de Alcudia, con quien sostenía tímida e intermitente
conversación. Esta, y sus hermanas, llevaban en la cabeza sendos y
caprichosos
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