acompa?ado cuando paseaba por el inmenso Bosque de Bolonia y por el Hyde-Park de Londres. Para ��l, el jard��n de la catedral de Toledo resultaba el m��s hermoso de los jardines, por ser el primero que hab��a visto en su vida.
Los pordioseros sentados en los escalones de la puerta le miraban curiosamente, sin atreverse a tenderle la mano. No sab��an si aquel desconocido madrugador, con capa ra��da, sombrero ajado y botas viejas, era un curioso o uno del oficio que buscaba sitio en la catedral para pedir limosna.
Molestado por este espionaje, Luna sigui�� adelante por el claustro, pasando ante las dos puertas que lo ponen en comunicaci��n con el templo. La llamada de la Presentaci��n, toda de piedra blanqu��sima, es una alegre muestra del arte plateresco, cincelada cual una joya, con adornos caprichosos y alegres de juguete. A continuaci��n ven��a el respaldo del hueco de la escalera por la que los arzobispos descienden desde su palacio a la iglesia, un muro de junquillos g��ticos y grandes escudos, y casi a ras del suelo, la famosa ?piedra de luz?, delgada l��mina de m��rmol transparente como un vidrio, que alumbra la escalera y es la principal admiraci��n de los r��sticos que visitan el claustro. Despu��s, la puerta de Santa Catalina, negra y dorada, con gran riqueza de follajes policromos, castillos y leones en las jambas y dos estatuas de profetas.
Gabriel se alej�� algunos pasos, viendo que por la parte de adentro abr��an el postigo de esta portada. Era el campanero, que acababa de dar la vuelta al templo, abriendo todas sus puertas. Sali�� un perrazo estirando el cuello, como si fuese a: ladrar de hambre; despu��s, dos hombres con la gorra hasta las cejas, envueltos en capas de pa?ol pardo. El campanero sostuvo la cancela para que saliesen.
--?Vaya, buenos d��as, Mariano!--dijo uno de ellos a guisa de despedida.
--Buenos nos los d�� Dios... y dormir bien.
Gabriel reconoci�� a los guardianes nocturnos de la catedral. Encerrados en el templo desde la tarde anterior, se retiraban a sus casas a dormir. El perro emprend��a el camino del Seminario para devorar las sobras de la comida de los estudiantes, hasta que le buscasen los guardianes para encerrarse de nuevo.
Luna baj�� los pelda?os de la portada y entr�� en la catedral. Apenas hubo pisado las baldosas del pavimento, sinti�� en el rostro la caricia fr��a y un tanto pegajosa de aquel ambiente de bodega subterr��nea. En el templo todav��a era de noche. Arriba, las vidrieras de colores de los centenares de ventanas que, escalon��ndose, dan luz a las cinco naves, brillaban con la luz del amanecer. Eran como flores m��gicas que se abr��an a los primeros resplandores del d��a. Abajo, entre las enormes pilastras que formaban un bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las l��mparas que ard��an en las capillas haciendo temblar las sombras. Los murci��lagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesi��n del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propia casa. Otras hablaban con los ac��litos y dem��s servidores del templo que iban entrando por todas las puertas, so?olientos y desperez��ndose como obreros que acuden al taller. En la obscuridad desliz��banse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacrist��a, deteni��ndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivin��base al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo.
Despertaba el templo. Sonaban como ca?onazos los golpes de las puertas, repiti��ndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenz�� a barrer por la parte de la sacrist��a, produciendo el ruido de una enorme sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacud��an el polvo a la famosa siller��a del coro. Parec��a desperezarse la catedral con los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.
Los pasos resonaban con eco gigantesco, como si se conmovieran todos los sepulcros de reyes, en la catedral. Apenas hubo pisado las baldosas del pavimento, sinti�� en el rostro la caricia fr��a y un tanto pegajosa de aquel ambiente de bodega subterr��nea. En el templo todav��a era de noche. Arriba, las vidrieras de colores de los centenares de ventanas que, escalon��ndose, dan luz a las cinco naves, brillaban con la luz del amanecer. Eran como flores m��gicas que se abr��an a los primeros resplandores del d��a. Abajo, entre las enormes pilastras que formaban un bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las manchas rojas y vacilantes de las l��mparas que ard��an en las capillas haciendo temblar las
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