de los Escribanos, por la que entraban en otros tiempos, con gran ceremonia, los depositarios de la fe p��blica a jurar el cumplimiento de su cargo; las dos con estatuas de piedra en sus jambas y rosarios de figurillas y emblemas que se desarrollaban entre las aristas hasta llegar a lo m��s alto de la ojiva.
Encima de estas tres puertas, de un g��tico exuberante, se elevaba el segundo cuerpo, de arquitectura grecorromana y construcci��n casi moderna, causando a Gabriel Luna la misma molestia que si un trompetazo discordante interrumpiese el curso de una sinfon��a. Jes��s y los doce ap��stoles, todos de tama?o natural, estaban sentados a la mesa, cada uno en su hornacina, encima de la portada del centro, limitados por dos contrafuertes como torres que part��an la fachada en tres partes. M��s all�� extend��an sus arcadas de medio punto dos galer��as de palacio italiano, a las que m��s de una vez se hab��a asomado Gabriel cuando jugaba, siendo ni?o, en la vivienda del campanero.
?La riqueza de la iglesia--pensaba Luna--fue un mal para el arte. En un templo pobre se hubiese conservado la uniformidad de la fachada antigua. Pero cuando los arzobispos de Toledo ten��an once millones de renta y otros tantos el cabildo, y no se sab��a qu�� hacer del dinero, se iniciaban obras, se hac��an reconstrucciones, y el arte decadente par��a mamarrachos como la Cena.?
A continuaci��n se elevaba el tercer cuerpo, dos grandes arcos que daban luz al roset��n de la nave central, coronado todo por una barandilla de calada piedra que segu��a las sinuosidades de la fachada entre las dos masas salientes que la resguardan: la torre y la capilla Moz��rabe.
Gabriel ces�� en su contemplaci��n, viendo que no estaba solo ante el templo. Era casi de d��a. Pasaban rozando la verja algunas mujeres con la cabeza baja y la mantilla sobre los ojos. En las baldosas de la acera sonaban las muletas de un cojo, y m��s all�� de la torre, bajo el gran arco que pone en comunicaci��n el palacio del arzobispo con la catedral, reun��anse los mendigos para tomar sitio en la puerta del claustro. Devotas y pordioseros se conoc��an. Eran todas las ma?anas los primeros ocupantes del templo. Este encuentro diario establec��a en ellos cierta fraternidad, y entre carraspeos y toses se lamentaban del fr��o de la ma?ana y de lo tardo que era el campanero en bajar a la iglesia.
Se abri�� una puerta m��s all�� del arco del Arzobispo, la de la escalera que conduc��a a la torre y las habitaciones del claustro alto, ocupadas por los empleados del templo. Un hombre atraves�� la calle agitando un gran manojo de llaves, y rodeado de la clientela madrugadora comenz�� a abrir la puerta del claustro bajo, estrecha y ojival como una saetera. Gabriel le conoc��a: era Mariano el campanero; y para evitar que pudiese verle, permaneci�� inm��vil en la plaza, dejando que se precipitasen por la puerta del Mollete las gentes ansiosas de penetrar en la Primada, como si pudieran robarlas el sitio.
Por fin se decidi�� a seguirlas, y baj�� los siete escalones del claustro, pues la catedral, edificada en un barranco, se halla m��s baja que las calles contiguas.
Todo estaba lo mismo. A lo largo de los muros, los grandes frescos de Bayeu y Maella representando los trabajos y grandezas de San Eulogio, sus predicaciones en tierra de moros y las crueldades de la gente infiel de gran turbante y enormes bigotes que golpea al santo. En la parte interior de la puerta del Mollete, el horrendo martirio del ni?o de La Guardia, la leyenda nacida a la vez en varios pueblos cat��licos al calor del odio antisemita: el sacrificio del ni?o cristiano por jud��os de torva catadura, que lo roban de su casa y lo crucifican para arrancarle el coraz��n y beber su sangre.
La humedad iba descascarillando y borrando gran parte de esa pintura novelesca que orlaba la ojiva como la portada de un libro; pero Gabriel a��n vio la horrible cara del jud��o puesto al pie de la cruz y el gesto feroz del otro que, con el cuchillo en la boca, se inclina para entregarle el coraz��n del peque?o m��rtir: figuras teatrales que m��s de una vez hab��an turbado sus ensue?os de ni?o.
El jard��n, que se extiende entre los cuatro p��rticos del claustro, mostraba en pleno invierno su vegetaci��n hel��nica de altos laureles y cipreses, pasando sus ramas por entre las verjas que cierran los cinco arcos de cada lado hasta la altura de los capiteles. Gabriel mir�� largo rato el jard��n, que est�� m��s alto que el claustro. Su cara se hallaba al nivel de aquella tierra que en otros tiempos hab��a trabajado su padre. Por fin volv��a a ver aquel rinc��n de verdura; el patio convertido en vergel por los can��nigos de otros siglos. Su recuerdo le hab��a
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