La Catedral | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez
sombras. Los murci��lagos revoloteaban en las encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su posesi��n del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que, arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la catedral a aquella hora como en su propia casa. Otras hablaban con los ac��litos y dem��s servidores del templo que iban entrando por todas las puertas, so?olientos y desperez��ndose como obreros que acuden al taller. En la obscuridad desliz��banse las manchas negras de algunos manteos camino de la sacrist��a, deteni��ndose con grandes genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad, adivin��base al campanero, como un duende incansable, por el ruido de sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo.
Despertaba el templo. Sonaban como ca?onazos los golpes de las puertas, repiti��ndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenz�� a barrer por la parte de la sacrist��a, produciendo el ruido de una enorme sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que sacud��an el polvo a la famosa siller��a del coro. Parec��a desperezarse la catedral con los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.
Los pasos resonaban con eco gigantesco, como si se conmovieran todos los sepulcros de reyes, arzobispos y guerreros ocultos bajo sus baldosas.
El fr��o era m��s intenso en la iglesia que fuera de ella. Un��ase a la baja temperatura la humedad de su suelo atravesado por las alcantarillas de desag��e, el rezumar de ocultos y subterr��neos estanques, que manchaba el pavimento y hac��a toser a los can��nigos en el coro, ?acortando su vida?, como dec��an ellos quejumbrosamente.
La luz de la ma?ana comenzaba a esparcirse por las naves. Sal��a de la sombra la inmaculada blancura de la catedral toledana, la nitidez de su piedra, que hace de ella el m��s alegre y hermoso de los templos. Se marcaban con toda su elegante y atrevida esbeltez las ochenta y ocho pilastras robustos haces de columnas que suben audazmente cortando el espacio, blancos como si fuesen de nieve solidificada, y esparcen y entrecruzan sus nervios para sostener las b��vedas. En lo alto se abr��an los grandes ventanales, con sus vidrieras que parecen jardines m��gicos cubiertos de flores de luz.
Gabriel se hab��a sentado en el z��calo de una pilastra, entre dos columnas, pero a los pocos instantes tuvo que ponerse de pie. La humedad de la piedra, el fr��o de tumba que circulaba por toda la catedral, le penetraba hasta los huesos. Anduvo por las naves, llamando la atenci��n de las devotas, que interrump��an sus rezos al verle. Un forastero a aquellas horas, que eran las de los familiares de la iglesia, excitaba su curiosidad. El campanero se cruz�� varias veces con ��l, sigui��ndole con mirada inquieta, como si le inspirase poca confianza aquel desconocido de m��sero aspecto vagando a la hora en que las riquezas de las capillas no pueden ser vigiladas.
Otro hombre tropez�� con ��l cerca del altar mayor. Luna lo conoci��. Era Eusebio, el sacrist��n de la capilla del Sagrario, el Azul de la Virgen, como se le llamaba entre la gente de la catedral por el traje color celeste que vest��a en los d��as de ceremonia. Seis a?os iban transcurridos desde que Gabriel le vio por ��ltima vez, y no hab��a olvidado su corpach��n mantecoso, la cara granujienta, de frente angosta y rugosa, orlada de pelos hirsutos, y el cuello taurino, que apenas si le permit��a respirar, convirtiendo sus aspiraciones en un resoplido de fuelle. Todos los empleados que viv��an en el claustro alto envidiaban su cargo, por ser el m��s productivo y por el favor de que gozaba cerca del arzobispo y los can��nigos.
El Azul consideraba el templo como de su propiedad, falt��ndole poco para arrojar de ��l a los que le inspiraban antipat��a. Al ver a un vagabundo paseando por la iglesia, fij�� en ��l los ojos insolentes, haciendo un esfuerzo por levantar sus cejas abultadas. ?D��nde hab��a visto a aquel p��jaro raro? Gabriel not�� su esfuerzo por concentrar la memoria, y evit�� el ser examinado, volvi��ndose de espaldas para mirar con falsa atenci��n un retablo colocado en una pilastra.
Huyendo de la recelosa curiosidad que despertaba su presencia en el templo, sali�� al claustro. All�� estaba mejor, completamente aislado. Los pordioseros charlaban sentados en los escalones de la puerta del Mollete. Pasaban por entre ellos los curas, embozados en el manteo, entrando apresuradamente en la catedral por la puerta de la Presentaci��n. Los mendigos les saludaban por sus nombres, sin tenderles la mano. Los conoc��an, eran de la casa, y entre amigos no se mendiga. Ellos estaban all�� para caer sobre los forasteros, y aguardaban pacientemente la hora de los ?ingleses?, pues s��lo de Inglaterra pod��an ser todos los extranjeros que llegaban de Madrid en
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