monte, hacia el desierto,
donde no existen seres humanos. Parece que soy un hombre temible,
más temible que los desesperados que arrojan bombas, porque hablo,
porque llevo en mí una fuerza irresistible que me hace propagar la
Verdad apenas me veo en presencia de dos desgraciados.... Pero esto se
acabó. Puedes tranquilizarte, hermano. Soy hombre muerto; mi misión
tocó a su fin; pero detrás de mí vendrán otros y otros. El surco está
abierto y la simiente en sus entrañas. ¡Germinal! Así gritó un amigo
mío de destierro cuando en España vio el último rayo de sol desde el
tablado del patíbulo.... Voy a morir, y me creo con derecho al descanso
por unos meses. Quiero gustar por primera vez en mi vida la dulzura
del silencio, de la inmovilidad, del incógnito: no ser nadie, que nadie
me conozca; no inspirar simpatías ni miedo. Quisiera ser una estatua de
esa portada, una pilastra de la catedral, algo inmóvil, sobre cuya
superficie resbalasen el tiempo, las alegrías y las tristezas, sin causar
estremecimientos ni emociones. Anticipar la muerte; ser cadáver que
respira y come, pero que no piensa, ni sufre, ni se entusiasma: ésa sería
para mí la dicha, hermano. No sé adonde ir: los hombres me esperan
más allá de esa puerta para acosarme otra vez... ¿Me quieres contigo...?
El Vara de palo, por toda contestación, empujó cariñosamente a
Gabriel.
--¡Vamos arriba, loco! No morirás; yo te sacaré adelante. Lo que tú
necesitas es calma y cariño. La catedral te curará. Aquí sanarás esa
cabeza enferma, que parece la de Don Quijote. ¿Te acuerdas cuando de
niño nos leías su historia en las veladas...? Anda adelante, fantasioso.
¿Qué te importa a ti que el mundo esté mejor o peor arreglado? Así lo
encontramos, y así será siempre. Lo que importa es vivir cristianamente,
con la certeza de que la otra vida será mejor, ya que es obra de Dios y
no de los hombres. ¡Arriba, vamos arriba!
Y empujando cariñosamente al vagabundo, salieron del claustro por
entre los mendigos, que habían seguido con mirada curiosa la entrevista
sin poder escuchar una palabra. Atravesaron la calle, entrando en la
escalera de la torre. Los peldaños eran de ladrillos rojos y gastados, y
las paredes, pintadas de blanco, estaban cubiertas en todas sus revueltas
de grotescos dibujos y enrevesadas inscripciones de las gentes que
subían a la torre atraídas por la fama de la Campana Gorda.
Gabriel ascendía lentamente, jadeando y deteniéndose en cada tramo.
--Estoy malo, Esteban... muy malo. Este fuelle hace aire por todas
partes.
Después, como arrepentido de su olvido, se apresuró a preguntar:
--¿Y Pepa, tu mujer? Supongo que estará buena....
Se contrajo la frente del empleado de la catedral y sus ojos pusiéronse
vidriosos, como si fuese a llorar.
--Murió--dijo con laconismo sombrío.
Gabriel se detuvo, agarrándose a la barandilla, como inmovilizado por
la sorpresa. Después de un corto silencio, añadió, con el deseo de
consolar a su hermano:
Pero Sagrario, mi sobrina, estará hecha una hermosura. La última vez
que la vi parecía una reina, con su moño rubio y aquella carita
sonrosada, de vello dorado, como un albaricoque de los cigarrales. ¿Se
casó con el cadete o está con tigo?
El Vara de palo puso el gesto más sombrío y miró a su hermano
torvamente.
--Murió también--dijo con sequedad.
--¿También Sagrario ha muerto?--preguntó; Gabriel con extrañeza.
--Ha muerto para mí, y es lo mismo.... Hermano, por lo que más
quieras en el mundo, no me hables de ella.
Gabriel comprendió que despertaba una pena grande con sus preguntas
y no dijo más, emprendiendo de nuevo la ascensión. En la vida de su
hermano había ocurrido algo grave durante su ausencia: uno de estos
sucesos que disuelven las familias y separan para siempre a los que
sobreviven.
Atravesaron la galería cubierta del arco del Arzobispo y entraron en el
claustro alto, llamado las Claverías: cuatro pórticos iguales en la
longitud a los del claustro bajo, pero desnudos de toda decoración y
con un aspecto mísero. El pavimento era de ladrillos gastados y rotos.
Los cuatro lados que daban sobre el jardín tenían una barandilla entre
las chatas columnas que sostenían la techumbre de añejas vigas. Era
una obra provisional, de tres siglos antes, que había quedado para
siempre en tal estado. A lo largo de las paredes enjalbegadas abríanse
sin simetría las puertas y ventanas de las habitaciones que venían
ocupando los servidores de la catedral, transmitiéndose oficio y
vivienda de padres a hijos. El claustro, con sus pórticos bajos, ofrecía el
aspecto de cuatro calles, cada una de las cuales sólo tenía una fila de
casas. Enfrente estaba la chata columnata, sobre cuyas barandillas
asomaban sus copas puntiagudas los cipreses del jardín. Por encima del
tejado del claustro veíanse las ventanas de la segunda fila de
habitaciones,
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