talento que a
tales miserias conduce...! ¡Lo que yo he sufrido, hermano, enterándome
de tus cosas! ¡Cuántas amarguras desde la última vez que pasaste por
aquí! Te creía contento y feliz en la imprenta de Barcelona, corrigiendo
libros, con aquel sueldazo que era una fortuna comparado con lo que
aquí ganamos. Algo me escamaba leer tu nombre con tanta frecuencia
en los periódicos, unido a esos metinges en los que se pide el reparto de
todo, la muerte de la religión y la familia, y qué sé yo cuántos
disparates más. El _compañero_ Luna ha dicho esto, el _compañero_
Luna ha hecho lo otro; y yo ocultaba a la gente de la casa que el tal
_compañero_ fueses tú, adivinando que tantas locuras acabarían mal,
forzosamente mal.... Después... después vino lo de las bombas.
--Nada tuve que ver en ello--dijo Gabriel con voz triste--. Yo soy un
teórico: abomino de la acción, por prematura e ineficaz.
--Lo sé, Gabriel. Siempre te creí inocente. ¡Tú tan bueno, tan dulce, que
de pequeño nos asombrabas a todos con tu bondad; tú que ibas para
santo, como decía nuestra pobre madre!, ¡matar tú! ¡Y tan
traidoramente, por medio de artefactos del infierno...! ¡Jesús!
Y el Vara de palo calló, como aterrado por él recuerdo de los atentados
en que habían envuelto a su hermano.
--Pero lo cierto fue--continuó al poco rato--que caíste en la redada que
dio el gobierno al ocurrir aquellos sucesos. ¡Lo que yo sufrí una
temporada! De vez en cuando fusilamientos en el foso del castillo que
hay allá, y yo buscaba ansioso en los papeles los nombres de los
sentenciados, siempre esperando encontrar el tuyo. Corrían rumores de
tormentos horribles que se hacían sufrir a los presos para que cantasen
la verdad, y pensaba en tí tan delicado, tan poquita cosa, creyendo que
cualquier mañana te encontrarían muerto en el calabozo. Y aún sufría
más por mi empeño de que aquí no se conociese tu situación. ¡Un Luna,
el hijo del señor Esteban, el antiguo jardinero de la Primada, con el que
conversaban los canónigos y hasta los arzobispos... mezclado entre la
gentuza infernal que quiere destruir el mundo...! Por esto, cuando
Eusebio el Azul y otros chismosillos de la casa me preguntaban si
podrías ser tú el Luna de que hablaban los periódicos, yo decía que mi
hermano estaba en América y que me escribías de tarde en tarde, por
andar ocupado en grandes negocios. ¡Ya ves qué dolor! Esperar que te
matasen de un momento a otro, y no poder hablar, no poder quejarse,
comunicando la pena ni aun a los de la familia... ¡Lo que yo he rezado
ahí dentro...! Acostumbrados los de la casa a ver todos los días a Dios y
los santos, somos algo duros y pecadores; pero la desgracia ablanda el
alma, y yo me dirigí a la que todo lo puede, a nuestra patrona la Virgen
del Sagrario, pidiéndola que se acordase de ti, ya que ibas de niño a
arrodillarte ante su capilla, cuando te preparabas para entrar en el
Seminario.
Gabriel sonrió con dulzura, como admirando la simplicidad de su
hermano.
--No rías, te lo ruego: me hace daño tu risa. La excelsa Señora lo hizo
todo en favor tuyo. Meses después supe que a ti y a otros os habían
metido en un barco, con orden de no volver más a España, y... hasta la
hora presente. Ni una carta, ni una noticia buena o mala. Te creía
muerto, Gabriel, en esas tierras lejanas, y más de una vez he rezado por
tu pobre alma, que bien lo necesita.
El _compañero_ mostraba en sus ojos el agradecimiento por estas
palabras.
--Gracias, Esteban. Admiro tu fe, pero cree que no he salido tan bien
como te imaginas de aquella aventura sombría. Mejor hubiese sido
morir. La aureola del martirio vale más que entrar en un calabozo
siendo un hombre y salir hecho un pingajo.
Estoy muy enfermo, Esteban: mi sentencia de muerte es irrevocable.
No tengo estómago, mis pulmones están deshechos, este cuerpo que
ves es una máquina desvencijada que apenas si funciona, y cruje por
todos lados como si las piezas fuesen a separarse y a caer cada una por
su lado. La Virgen que me salvó por tu recomendación bien podía
haber intercedido algo más en favor mío, ablandando a mis guardianes.
Los infelices creían salvar al mundo dando suelta a los instintos de
bestia que duermen en nosotros como restos del pasado... Después, en
plena libertad, la vida ha sido más dolorosa que la muerte. Al volver a
España, empujado por la miseria y las persecuciones, mi existencia ha
sido un infierno. No he podido parar en ningún sitio donde se reúnen
hombres. Me acosan como perros; quieren que viva fuera de las
ciudades; me acorralan, empujándome hacia el
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