La Catedral | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
pues casi todas las casas de las Claverías tenían dos pisos.
Era un pueblo que vivía sobre la catedral al nivel de los tejados, y al
llegar la noche y cerrarse la escalera de la torre quedaba aislado de la
ciudad. La tribu semieclesiástica se procreaba y moría en el corazón de
Toledo, sin bajar a sus calles, adherida por tradicional instinto a aquella
montaña de piedra blanca y calada, cuyos arcos la servían de refugio.
Vivía saturada del olor del incienso y respiraba el perfume especial de
moho y hierro viejo de las catedrales, sin más horizonte que las ojivas
de enfrente o el campanario, que aplastaba con su mole un pedazo del
cielo que se veía desde el claustro alto.
El _compañero_ Luna creyó retroceder de golpe a la niñez. Chicuelos
semejantes al Gabriel de otros tiempos corrían jugando por las cuatro
galerías o se sentaban encogidos en la parte del claustro bañada por los
primeros rayos del sol. Mujeres que le recordaban a su madre sacudían
sobre el jardín las mantas de las camas o barrían los rojos ladrillos
inmediatos a sus viviendas. El _compañero_ vio aún borrosos en la

pared dos monigotes que había pintado con carbón cuando tenía ocho
años. Sin los pequeñuelos que gritaban y reían persiguiéndose, se
hubiera creído que la vida estaba en suspenso en este rincón de la
catedral, como si en aquel pueblo casi aéreo no naciese ni muriese
nadie.
El Vara de palo, cejijunto y sombrío desde las últimas palabras, quiso
dar algunas explicaciones a su hermano.
--Vivo en nuestra casa de siempre. Me la han dejado en consideración a
la memoria del padre. Hay que agradecerlo a los señores del cabildo,
teniendo en cuenta que no soy más que un triste Vara de palo.... Desde
que ocurrió la «desgracia» tengo una vieja que arregla la casa, y
además vive conmigo don Luis, el maestro de capilla. Ya le conocerás:
un sacerdote joven, de mucho valer, que aquí está obscurecido; un alma
de Dios, al que tienen por un loco en la catedral y vive como un ángel.
Entraron en la casa de los Luna, que era de las mejores de las Claverías.
Junto a la puerta, dos hileras de macetas en forma de relojera, clavadas
al muro, dejaban pender las cabelleras verdes de sus plantas. Dentro, en
la sala que servía de recibimiento, Gabriel lo encontró todo lo mismo
que en vida de sus padres. Las paredes blancas, que con los años habían
tomado un moreno color de hueso, estaban adornadas con grabados
antiguos de santos. La sillería de caoba, brillante por el continuo frote,
ofrecía cierto aspecto de juventud, que contrastaba con sus curvas de
principios de siglo y sus asientos próximos a desfondarse. Por una
puerta entreabierta se veía la cocina, en la que había entrado su
hermano para dar órdenes a una mujer vieja de aspecto tímido. En un
rincón de la sala estaba enfundada una máquina de coser. Luna había
visto trabajando en ella a su sobrina la última vez que pasó por la
catedral. Era el recuerdo permanente que había dejado la «pequeña»
después de aquella catástrofe que despertaba en el padre un dolor
sombrío. Al través de una ventana de la sala veía Gabriel el patio
interior, que hacía apetecible aquella habitación entre todas las de las
Claverías: un espacio de cielo libre, con los cuartos superiores
sostenidos por cuatro filas de delgadas columnas de piedra, que daban
al patio el aspecto de un pequeño claustro.

Esteban volvió a reunirse con su hermano.
--Tú dirás lo que quieres almorzar. En la cocina todo está listo. Pide,
hombre, pide por esa boca. Aunque pobre, he de poder poco si no te
saco a flote, quitándote ese aspecto de muerto resucitado.
Gabriel sonrió tristemente.
--Es inútil que te esfuerces. Mi estómago acabó. Le basta con un poco
de leche, y gracias que lo admita.
Esteban dio órdenes a la vieja para que bajase a la ciudad en busca de
leche, y cuando iba a sentarse al lado de su hermano, se abrió la puerta
que daba al claustro, asomando por ella una cabeza de hombre joven.
--¡Buenos días, tío!--exclamó.
Tenía un perfil achatado y perruno; los ojos eran de malicia, y peinaba
lustrosos tufos pegados arriba de las orejas.
--Pasa perdido, pasa--dijo el Vara de palo.
Y añadió, dirigiéndose a su hermano:
--¿Sabes quién es éste...? ¿No? Pues el hijo de nuestro pobre hermano,
que Dios tenga en su gloria. Vive en las habitaciones altas del claustro
con su madre, que lava la ropa de coro de los señores canónigos y riza
unas sobrepellices que da gozo verlas.... Tomás, muchacho, saluda al
señor. Es tu tío Gabriel, que acaba de llegar de América, y de París, ¡y
qué sé yo de dónde! De tierras que están
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