La Catedral | Page 5

Vicente Blasco Ibáñez
sin
tenderles la mano. Los conocían, eran de la casa, y entre amigos no se
mendiga. Ellos estaban allí para caer sobre los forasteros, y aguardaban
pacientemente la hora de los «ingleses», pues sólo de Inglaterra podían
ser todos los extranjeros que llegaban de Madrid en el tren de la
mañana.
Gabriel se mantenía cerca de la puerta, sabiendo que por ella entraban
los que vivían en el claustro alto. Atravesaban el arco del Arzobispo, y
siguiendo la escalera abierta en el palacio, bajaban a la calle, entrando
en la catedral por la puerta del Mollete. Luna, que conocía toda la
historia del famoso templo, recordaba el origen del nombre de la puerta.
Primitivamente se llamó de la Justicia, porque en ella daba audiencias
el vicario general del Arzobispado. Luego la llamaron del Mollete,
porque todos los días, después de la misa mayor, el preste, con acólitos
y pertigueros, se presentaba en ella a bendecir los panes de media libra
o molletes que se repartían entre los pobres. Seiscientas fanegas de
trigo--según recordaba Luna--se gastaban todos los años en esta
limosna: pero era en los tiempos que la catedral cobraba todos los años

más de once millones de renta.
Molestaban a Gabriel las miradas curiosas de los clérigos y beatas que
entraban en la iglesia. Eran gentes acostumbradas a verse todos los días,
siempre las mismas, a idéntica hora, y sentían revuelta su curiosidad
cuando un rostro extraño alteraba la monotonía de su existencia.
Retirábase hacia el fondo del claustro, cuando algunas palabras de los
mendigos le hicieron retroceder.
--Ahí viene el Vara de palo viejo.
--¡Buenos días, señor Esteban!
Un hombre pequeño, vestido de negro y rasurado como un clérigo, bajó
los peldaños.
--¡Esteban...! ¡Esteban...!--dijo Luna interponiéndose entre él y la
puerta de la Presentación.
El Vara de palo le miró con sus ojos claros que parecían de ámbar:
unos ojos pasivos, de hombre acostumbrado a permanecer largas horas
en la catedral sin que la más leve rebeldía de pensamiento llegase a
turbar su inmovilidad beatífica. Dudó largo rato, como si no pudiese
creer en la remota semejanza de aquella cara pálida y descarnada con
otra que existía en su memoria; pero al fin se convenció de la identidad
con dolorosa sorpresa.
--¡Gabriel...!, ¡hermano mío! Pero ¿eres tú?
Y su rostro rígido de servidor del templo, que parecía haber tomado la
inmovilidad de las pilastras y las estatuas, se animó con una sonrisa
cariñosa.
Los dos, estrechándose las manos, se alejaron por el claustro.
¿Cuándo has venido...? Pero ¿en dónde has estado...? ¿Qué vida es la
tuya? ¿A qué vienes?

El Vara de palo expresaba su sorpresa con incesantes preguntas, sin dar
tiempo a que su hermano las contestase.
Gabriel explicó su llegada en la noche anterior; su permanencia ante la
iglesia desde antes de amanecer, esperando el momento de ver a su
hermano.
--Ahora vengo de Madrid; pero antes he estado en muchos sitios: en
Inglaterra, en Francia, en Bélgica, ¿quién sabe dónde? He rodado de un
pueblo a otro, siempre luchando con el hambre y con la crueldad de los
hombres. Me siguen los pasos la miseria y la policía. Cuando me
detengo, anonadado por esta existencia de Judío Errante, la Justicia, en
nombre del miedo, me grita que ande, y vuelvo a emprender la marcha.
Soy un hombre temible, así como me ves, Esteban: enfermo, con el
cuerpo arruinado antes de la vejez y la certeza de morir muy pronto.
Ayer mismo, en Madrid, me dijeron que iría de nuevo a la cárcel si
prolongaba allí mi estancia, y por la tarde tomé el tren. ¿Dónde ir? El
mundo es grande; mas para mí y otros rebeldes como yo se achica, se
comprime, hasta no dejar un palmo de terreno en que poner los pies. En
la tierra sólo me quedas tú y este rincón tranquilo y silencioso donde
vives feliz. En tu busca vengo; si me rechazas, no me queda más sitio
para morir que la cárcel o un hospital, si es que quieren recibirme en él
al conocer mi nombre.
Y Gabriel, fatigado por sus palabras, tosía dolorosamente, resonando su
pecho como si el aire se deslizase por tortuosas cavernas. Se expresaba
con vehemencia, moviendo instintivamente los brazos, como hombre
habituado de larga fecha a hablar en público, ardiendo con la llama del
proselitismo.
--¡Ah, hermano... hermano!--dijo Esteban con expresión de cariñoso
reproche--. ¿De qué te ha servido tanto leer periódicos y libros? ¿Para
qué ese deseo de arreglar lo que está bien, o si está mal no tiene arreglo
posible...? De seguir tranquilamente tu camino, serías beneficiado de la
catedral, y ¡quién sabe si te sentarías en el coro, entre los canónigos,
para honra y amparo de la familia...! Siempre tuviste mala cabeza, por
lo mismo que eres el más listo de entre nosotros. ¡Maldito
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