a los primeros
resplandores del día. Abajo, entre las enormes pilastras que formaban
un bosque de piedra, reinaba la obscuridad, rasgada a trechos por las
manchas rojas y vacilantes de las lámparas que ardían en las capillas
haciendo temblar las sombras. Los murciélagos revoloteaban en las
encrucijadas de las columnas, queriendo prolongar algunos instantes su
posesión del templo, hasta que se filtrase por las vidrieras el primer
rayo de sol. Pasaban volando sobre las cabezas de las devotas que,
arrodilladas ante los altares, rezaban a gritos, satisfechas de estar en la
catedral a aquella hora como en su propia casa. Otras hablaban con los
acólitos y demás servidores del templo que iban entrando por todas las
puertas, soñolientos y desperezándose como obreros que acuden al
taller. En la obscuridad deslizábanse las manchas negras de algunos
manteos camino de la sacristía, deteniéndose con grandes
genuflexiones ante cada imagen; y a lo lejos, invisible en la obscuridad,
adivinábase al campanero, como un duende incansable, por el ruido de
sus llaves y el chirriar de las puertas que iba abriendo.
Despertaba el templo. Sonaban como cañonazos los golpes de las
puertas, repitiéndolos el eco de nave en nave. Una escoba comenzó a
barrer por la parte de la sacristía, produciendo el ruido de una enorme
sierra. La iglesia vibraba con los golpes de algunos monaguillos que
sacudían el polvo a la famosa sillería del coro. Parecía desperezarse la
catedral con los nervios excitados: el menor frote le arrancaba quejidos.
Los pasos resonaban con eco gigantesco, como si se conmovieran todos
los sepulcros de reyes, arzobispos y guerreros ocultos bajo sus
baldosas.
El frío era más intenso en la iglesia que fuera de ella. Uníase a la baja
temperatura la humedad de su suelo atravesado por las alcantarillas de
desagüe, el rezumar de ocultos y subterráneos estanques, que manchaba
el pavimento y hacía toser a los canónigos en el coro, «acortando su
vida», como decían ellos quejumbrosamente.
La luz de la mañana comenzaba a esparcirse por las naves. Salía de la
sombra la inmaculada blancura de la catedral toledana, la nitidez de su
piedra, que hace de ella el más alegre y hermoso de los templos. Se
marcaban con toda su elegante y atrevida esbeltez las ochenta y ocho
pilastras robustos haces de columnas que suben audazmente cortando el
espacio, blancos como si fuesen de nieve solidificada, y esparcen y
entrecruzan sus nervios para sostener las bóvedas. En lo alto se abrían
los grandes ventanales, con sus vidrieras que parecen jardines mágicos
cubiertos de flores de luz.
Gabriel se había sentado en el zócalo de una pilastra, entre dos
columnas, pero a los pocos instantes tuvo que ponerse de pie. La
humedad de la piedra, el frío de tumba que circulaba por toda la
catedral, le penetraba hasta los huesos. Anduvo por las naves, llamando
la atención de las devotas, que interrumpían sus rezos al verle. Un
forastero a aquellas horas, que eran las de los familiares de la iglesia,
excitaba su curiosidad. El campanero se cruzó varias veces con él,
siguiéndole con mirada inquieta, como si le inspirase poca confianza
aquel desconocido de mísero aspecto vagando a la hora en que las
riquezas de las capillas no pueden ser vigiladas.
Otro hombre tropezó con él cerca del altar mayor. Luna lo conoció. Era
Eusebio, el sacristán de la capilla del Sagrario, el Azul de la Virgen,
como se le llamaba entre la gente de la catedral por el traje color celeste
que vestía en los días de ceremonia. Seis años iban transcurridos desde
que Gabriel le vio por última vez, y no había olvidado su corpachón
mantecoso, la cara granujienta, de frente angosta y rugosa, orlada de
pelos hirsutos, y el cuello taurino, que apenas si le permitía respirar,
convirtiendo sus aspiraciones en un resoplido de fuelle. Todos los
empleados que vivían en el claustro alto envidiaban su cargo, por ser el
más productivo y por el favor de que gozaba cerca del arzobispo y los
canónigos.
El Azul consideraba el templo como de su propiedad, faltándole poco
para arrojar de él a los que le inspiraban antipatía. Al ver a un
vagabundo paseando por la iglesia, fijó en él los ojos insolentes,
haciendo un esfuerzo por levantar sus cejas abultadas. ¿Dónde había
visto a aquel pájaro raro? Gabriel notó su esfuerzo por concentrar la
memoria, y evitó el ser examinado, volviéndose de espaldas para mirar
con falsa atención un retablo colocado en una pilastra.
Huyendo de la recelosa curiosidad que despertaba su presencia en el
templo, salió al claustro. Allí estaba mejor, completamente aislado. Los
pordioseros charlaban sentados en los escalones de la puerta del
Mollete. Pasaban por entre ellos los curas, embozados en el manteo,
entrando apresuradamente en la catedral por la puerta de la
Presentación. Los mendigos les saludaban por sus nombres,
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