tío Barret no serían nunca para los hombres,
debían anidar en ellas los bicharracos asquerosos, y cuantos más,
mejor.
En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la
hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de
terciopelo verde, alzábase la barraca, ó más bien dicho, caía, con su
montera de paja despanzurrada, enseñando por las aberturas que
agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las
paredes, arañadas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo,
sin más que unas ligerísimas manchas blancas que delataban el antiguo
enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, roída por las ratas, con
grietas que la cortaban de un extremo á otro. Dos ó tres ventanillas,
completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pendían de
un solo gozne, é iban á caer de un momento á otro, apenas soplase una
ruda ventolera.
Aquella ruina apenaba el ánimo, oprimía el corazón. Parecía que del
casuco abandonado fuesen á salir fantasmas en cuanto cerrase la noche;
que de su interior iban á partir gritos de personas asesinadas; que toda
aquella maleza era un sudario ocultando debajo de él centenares de
cadáveres.
Imágenes horribles era lo que inspiraba la contemplación de estos
campos abandonados; y su tétrica miseria aún resaltaba más al
contrastar con las tierras próximas, rojas, bien cuidadas, llenas de
correctas filas de hortalizas y de arbolillos, á cuyas hojas daba el otoño
una transparencia acaramelada. Hasta los pájaros huían de aquellos
campos de muerte, tal vez por temor á los animaluchos que rebullían
bajo la maleza ó por husmear el hálito de la desgracia.
Sobre la rota techumbre de paja, si algo se veía era el revoloteo de alas
negras y traidoras, plumajes fúnebres de cuervos y milanos, que al
agitarse hacían enmudecer los árboles cargados de gozosos aleteos y
juguetones piídos, quedando silenciosa la huerta, como si no hubiese
gorriones en media legua á la redonda.
Pepeta iba á seguir adelante, hacia su blanca barraca, que asomaba
entre los árboles algunos campos más allá; pero hubo de permanecer
inmóvil en el alto borde del camino, para que pasase un carro cargado
que avanzaba dando tumbos y parecía venir de la ciudad.
Su curiosidad femenil se excitó al fijarse en él.
Era un pobre carro de labranza, tirado por un rocín viejo y huesudo, al
que ayudaba en los baches difíciles un hombre alto que marchaba junto
á él animándole con gritos y chasquidos de tralla.
Vestía de labrador; pero el modo de llevar el pañuelo anudado á la
cabeza, sus pantalones de pana y otros detalles de su traje, delataban
que no era de la huerta, donde el adorno personal ha ido poco á poco
contaminándose del gusto de la ciudad. Era labrador de algún pueblo
lejano: tal vez venía del riñón de la provincia.
Sobre el carro amontonábanse, formando pirámide hasta más arriba de
los varales, toda clase de objetos domésticos. Era la emigración de una
familia entera. Tísicos colchones, jergones rellenos de escandalosa hoja
de maíz, sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, cestas, verdes
banquillos de cama, todo se amontonaba sobre el carro, sucio, gastado,
miserable, oliendo á hambre, á fuga desesperada, como si la desgracia
marchase tras de la familia pisándole los talones. En la cumbre de este
revoltijo veíanse tres niños abrazados, que contemplaban los campos
con ojos muy abiertos, como exploradores que visitan un país por vez
primera.
A pie y detrás del carro, como vigilando por si caía algo de éste,
marchaban una mujer y una muchacha, alta, delgada, esbelta, que
parecía hija de aquélla. Al otro lado del rocín, ayudando cuando el
vehículo se detenía en un mal paso, iba un muchacho de unos once
años. Su exterior grave delataba al niño que, acostumbrado á luchar con
la miseria, es un hombre á la edad en que otros juegan. Un perrillo
sucio y jadeante cerraba la marcha.
Pepeta, apoyada en el lomo de su vaca, les veía avanzar, poseída cada
vez de mayor curiosidad. ¿Adonde iría esta pobre gente?
El camino aquel, afluyente al de Alboraya, no iba á ninguna parte. Se
extinguía á lo lejos, como agotado por las bifurcaciones innumerables
de sendas y caminitos que daban entrada á las barracas.
Pero su curiosidad tuvo un final inesperado. ¡Virgen Santísima! El
carro se salía del camino, atravesaba el ruinoso puente de troncos y
tierra que daba acceso á las tierras malditas, y se metía por los campos
del tío Barret, aplastando con sus ruedas la maleza respetada.
La familia seguía detrás, manifestando con gestos y palabras confusas
la impresión que le causaba tanta miseria, pero en línea recta hacia la
destrozada barraca, como quien toma posesión de lo que es suyo.
Pepeta no quiso ver más. Ahora sí que corrió de veras hacia su barraca.
Deseosa
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