La Barraca | Page 9

Vicente Blasco Ibáñez
de llegar antes, abandonó á la vaca y al ternerillo, y las dos
bestias siguieron su marcha tranquilamente, como quien no se preocupa
de las cosas ajenas y tiene el establo seguro.
Pimentó estaba tendido á un lado de su barraca, fumando
perezosamente, con la vista fija en tres varitas untadas con liga, puestas
al sol, en torno de las cuales revoloteaban algunos pájaros. Era una
ocupación de señor.
Al ver llegar á su mujer con los ojos asombrados y el pobre pecho
jadeante, Pimentó cambió de postura para escuchar mejor,
recomendándola que no se aproximase á las varitas.
Vamos á ver, ¿qué era aquello? ¿Le habían robado la vaca?...
Pepeta, con la emoción y el cansancio, apenas pudo decir dos palabras
seguidas.

«Las tierras de Barret.... Una familia entera.... Iban á trabajar, á vivir en
la barraca. Ella lo había visto.»
Pimentó, cazador de pájaros con liga, enemigo del trabajo y terror de la
contornada, no pudo conservar su gravedad impasible de gran señor
ante tan inesperada noticia.
--¡Recontracordóns!...
De un salto puso recta su pesada y musculosa humanidad, y echó á
correr sin aguardar más explicaciones.
Su mujer vió cómo corría á campo traviesa hasta un cañar inmediato á
las tierras malditas. Allí se arrodilló, se echó sobre el vientre, para
espiar por entre las cañas como un beduíno al acecho, y pasados
algunos minutos volvió á correr, perdiéndose en aquel dédalo de sendas,
cada una de las cuales conducía á una barraca, á un campo donde se
encorvaban los hombres haciendo brillar en el aire su azadón como un
relámpago de acero.
La huerta seguía risueña y rumorosa, impregnada de luz y de susurros,
aletargada bajo la cascada de oro del sol de la mañana.
Pero á lo lejos sonaban voces y llamamientos: la noticia se transmitía á
grito pelado de un campo á otro campo, y un estremecimiento de
alarma, de extrañeza, de indignación, corría por toda la vega, como si
no hubiesen transcurrido los siglos y circulara el aviso de que en la
playa acababa de aparecer una galera argelina buscando cargamento de
carne blanca.

II
Cuando en época de cosecha contemplaba el tío Barret los cuadros de
distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener
un sentimiento de orgullo, y mirando los altos trigos, las coles con su
cogollo de rizada blonda, los melones asomando el verde lomo á flor de
tierra ó los pimientos y tomates medio ocultos por el follaje, alababa la

bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al
trabajarlos mejor que los demás de la huerta.
Toda la sangre de sus abuelos estaba allí. Cinco ó seis generaciones de
Barrets habían pasado su vida labrando la misma tierra, volviéndola al
revés, medicinando sus entrañas con ardoroso estiércol, cuidando que
no decreciera su jugo vital, acariciando y peinando con el azadón y la
reja todos aquellos terrones, de los cuales no había uno que no estuviera
regado con el sudor y la sangre de la familia.
Mucho quería el labrador á su mujer, y hasta le perdonaba la tontería de
haberle dado cuatro hijas y ningún hijo que le ayudase en sus tareas; no
amaba menos á las cuatro muchachas, unos ángeles de Dios, que se
pasaban el día cantando y cosiendo á la puerta de la barraca, y algunas
veces se metían en los campos para descansar un poco á su pobre padre;
pero la pasión suprema del tío Barret, el amor de sus amores, eran
aquellas tierras, sobre las cuales había pasado monótona y silenciosa la
historia de su familia.
Hacía muchos años, muchos--en los tiempos que el tío Tomba, un
anciano casi ciego que guardaba el pobre rebaño de un carnicero de
Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando
trabucazos contra los franceses--, estas tierras fueron de los religiosos
de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos,
dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los
arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar
por la barraca, les recibiera la abuela, que era entonces una real moza,
obsequiándolos con hondas jícaras de chocolate y las primicias de los
frutales. Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello
un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno
de la comunidad; y ahora ¡ay! pertenecían á don Salvador, un vejete de
Valencia, que era el tormento del tío Barret, pues hasta en sueños se le
aparecía.
El pobre labrador ocultaba sus penas á su propia familia. Era un
hombre animoso, de costumbres puras. Los domingos, si iba un rato á
la taberna de Copa, donde se reunía toda la gente del contorno, era para
mirar á los jugadores de truco, para reir como un
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